Historia y vida de la Barriada Príncipe Alfonso - Ceuta Capítulo XIII. Sanidad y salud: curar y cuidar en el barrio
Historia y vida de la Barriada Príncipe Alfonso - Ceuta
Capítulo XIII. Sanidad y salud: curar y cuidar en el barrio
La historia de los servicios sanitarios en la barriada del Príncipe muestra un proceso lento y discontinuo de institucionalización, marcado por la precariedad de recursos, la dependencia de figuras individuales y la constante demanda vecinal de una atención médica digna y regular para una comunidad en constante y progresivo aumento de población.
Los primeros pasos se dan en 1928, cuando el Ayuntamiento aprueba la construcción de un Dispensario Municipal, evidenciando ya una preocupación inicial por la salud pública en zonas periféricas. Ese mismo año, el inspector de Sanidad, el doctor Ballesteros, señala la urgencia de acometer obras de salubridad e higiene, subrayando la insuficiencia de infraestructuras básicas en áreas como el Príncipe.
Durante los años treinta, la atención sanitaria se va configurando de forma desigual. En 1931, se autoriza el traslado de un presunto alienado al manicomio de Cádiz, muestra del carácter asistencial más que preventivo del sistema de salud. En 1934, se establece el servicio de asistencia facultativa del séptimo distrito, al que pertenece la barriada del Príncipe Alfonso. El practicante asignado es D. Antonio Molina Mira, la matrona es compartida con el quinto distrito, y el celador de higiene es D. Juan Manuel Jiménez.
A partir de 1936, se registran actuaciones puntuales en la barriada, como la instalación de un botiquín y la compra de mobiliario y material médico, con facturas a proveedores como Farmacia Utor o Baeza Hermanos. Sin duda, medidas insuficientes para los cerca de 6.000 habitantes que ya se atribuían a la barriada.
En 1937, se deniega una gratificación al practicante del Príncipe, pese a que ya prestaba servicio, lo que refleja las limitaciones presupuestarias y el escaso reconocimiento institucional hacia los profesionales sanitarios en los márgenes urbanos. En 1938, se aborda la cuestión de la asistencia médica a musulmanes pobres, pero se pospone la decisión, dejando el asunto "sobre la mesa".
La década de los cuarenta marca una evolución algo más estructurada. En 1940, se eleva la gratificación a María Vega Jiménez, encargada de la limpieza del Dispensario. En los años siguientes, persiste la preocupación por los servicios gratuitos a la población musulmana, pero los escritos de la comunidad y del personal sanitario derivan en informes sin resoluciones concretas. En 1942, el consultorio se traslada del Príncipe a la barriada General Orgaz, lo que supone un retroceso en el acceso sanitario directo para sus vecinos.
A partir de 1951 se produce un giro importante: el alcalde, tras visitar el Comedor de Auxilio Social, constata la ausencia de médico, practicante y dispensario de urgencia, lo que motiva una intervención directa. Se decide terminar las obras del consultorio médico y habilitar el cuartelillo de la Guardia Civil y viviendas de maestros, con una inversión cercana a 176.500 pesetas. En junio de ese año, se anuncia la inauguración del Consultorio Médico Municipal del Príncipe, situado sobre el comedor, y se propone incluso crear un nuevo distrito médico para dar mejor cobertura a la barriada.
En paralelo, se avanza también en la profesionalización del personal auxiliar, como María Vega Jiménez, quien es incluida en los Seguros Sociales y mejora sus condiciones salariales. También se adapta una vivienda para el médico en los locales anexos al Centro de Higiene, con obras adjudicadas entre septiembre de 1951 y principios de 1952.
Durante los años cincuenta, el esfuerzo continúa: en 1954, se declara la obligatoriedad de la vacuna antivariólica para todos los habitantes del Príncipe, con control de cumplimiento y horarios específicos en el consultorio local. También se cubren tratamientos especiales, como la radioterapia para un menor musulmán afectado de tiña, y se otorgan gratificaciones por servicios extraordinarios en la asistencia a enfermos pobres.
A finales de la década, en 1957, se establece un puesto de socorro en la barriada, se determina que el médico del distrito pase consulta allí tres días a la semana y se dota al consultorio de material clínico. En 1958, por razones de salud y edad, la moza de limpieza del dispensario—como se la denomina en las Actas municipales— es sustituida por su hija Juana Barroso Vega, reflejando el papel femenino intergeneracional en el sostenimiento de los servicios básicos.
Durante los años sesenta, el proceso continúa con reparaciones en el dispensario y el pabellón del practicante (1962), y nuevas inversiones en 1965, cuando se aprueba un presupuesto de casi 47.000 pesetas para obras de mejora. En 1968, se regula el vallado exterior del edificio del consultorio, cerrando así un ciclo de consolidación estructural.
Este recorrido evidencia que, pese a las dificultades, la barriada del Príncipe fue, poco a poco, integrándose en la red sanitaria municipal, aunque de forma tardía y muchas veces motivada por situaciones de emergencia o presión vecinal. La atención a población vulnerable, especialmente musulmana, se plantea desde una lógica asistencialista y diferenciadora, pero constituye uno de los pilares de la progresiva humanización del servicio.
Mis recuerdos al respecto
En mi memoria aparecen dos figuras clave cuando pienso en la sanidad en la barriada: Paquito, el practicante, y don Alberto. Ambos dejaron una profunda huella, no solo por su profesionalidad, sino también por la humanidad con la que ejercían su oficio.
Paquito “el practicante” era un hombre alto, de unos cuarenta años, siempre vestido con un traje marrón. Su cabello negro, ondulado y peinado hacia atrás, y su voz grave transmitían seguridad y consuelo. Solía acudir a las casas previa llamada, seguramente a cambio de una pequeña retribución. Era puntual y meticuloso. Aún recuerdo cómo abría su cajita de chapa plateada sobre la mesa y desplegaba su ritual: alcohol, algodón, cerillas. Vertía el alcohol en la tapadera, hervía la jeringa de cristal, conectaba la aguja y extraía el medicamento de un tarro con goma, o rompía una ampolla con una pequeña lima que luego nos regalaba como consuelo.
Una persona preparada, educada y profundamente humana. Siempre respondía con amabilidad a nuestras preguntas y trataba de hacer el menor daño posible. Nunca alardeaba de sus conocimientos, pero todos lo respetaban. Vivía con su madre en la primera casa de la parte baja de las Casas Nuevas, y estaba muy implicado en la vida de la iglesia, especialmente en la organización de las procesiones de la barriada.
Don Alberto, por su parte, tenía un perfil distinto. De estatura media, con gafas redondas y un carácter más reservado, vivía con su esposa y sus tres hijas —recuerdo el nombre de una, Blanca— junto al centro escolar de la barriada. Su casa estaba al final, tras subir unos escalones de piedra se accedía a un porche. Un timbre, situado en la parte alta de la puerta, advertía de la llegada de un paciente y daba paso a una pequeña sala de espera que se dividía entre la consulta y la vivienda. Aunque no era tan comunicativo como Paquito, era correcto, y en ocasiones se le escapaba una sonrisa.
En su ausencia, su esposa atendía a los pacientes con gran eficacia. Recuerdo una vez que acompañé a mi amigo Mustafa, que tenía una espina de pescado clavada en la garganta. Ella intentó extraerla varias veces sin éxito, y finalmente le recomendó tragar migas de pan poco masticadas. Funcionó. Aquel lugar tenía un olor característico a medicinas, inolvidable.
Lo que más me marcó de aquellos tiempos fue la cercanía y solidaridad vecinal. No es una idealización: cuando alguien enfermaba, el barrio entero se movilizaba. Unos llevaban bizcochos, otros una lata de piña, melocotón en almíbar o plátanos. También se ofrecían oraciones en la iglesia. La bondad no era una pose ni un título vacío: era acción, implicación real.
Recuerdo también que mi madre me llevaba al médico a unas consultas que había en El Morro, en la acera izquierda, casi al comenzar la bajada hacia la barriada O’Donel. Allí, siendo aún muy pequeño, me atendía el doctor don Adulfo. Siempre que entrábamos, repetía con una sonrisa: “¡Chippirrá rara!”. Era muy simpático y solía recetarme vitaminas, y algunas inyecciones —creo que de hierro— que dolían tanto al ponerlas como después.
En aquel entonces estaba muy delgado, con un tono verdoso en la piel y manchas blancas en la cara. Quizá me faltaba de todo. El problema era que aquellas vitaminas me abrían el apetito… y precisamente eso era lo que menos había.
Algunos años más tarde comencé a tratarme con don Rafael, otro médico amable y cercano. Lo recuerdo algo corpulento, a veces vestido con un traje azul marino, siempre muy aseado. Mi estado físico seguía siendo precario, con muchas carencias. A veces, al salir de la consulta, pasábamos por un lugar cercano donde nos daban algo de ayuda alimentaria. Quizá fuera Pelargón.
Poco a poco, todo aquello fue quedando atrás. Con el tiempo, llegué a experimentar una energía inusitada, como si el cuerpo se hubiera reservado durante años para florecer de golpe con una fuerza inesperada.
Entre los recuerdos sanitarios, también guardo muy presente cuando el personal sanitario acudía periódicamente al colegio para ponernos vacunas. Algunas se aplicaban en el muslo y, quizás por el producto inyectado, terminaban infectándose. Eso requería cuidados especiales y, para colmo, el dobladillo del pantalón corto rozaba justo la zona, alargando la curación durante días, incluso semanas. En muchos casos, quedaron marcas imborrables, y no faltaron algunos efectos secundarios durante ese periodo.
Más alegre era el final de curso, cuando se organizaban los esperados viajes escolares. Recuerdo uno o dos a Cádiz, con baños incluidos, creo que en la playa de La Caleta, y todas las tardes una visita a la Plaza Mina. Era maravilloso, indescriptible. También hicimos otro viaje a Ronda. Allí organizamos equipos de fútbol y jugábamos entre nosotros. Por las tardes, visitábamos el parque del Tajo.
Conservo estos viajes con una nitidez asombrosa. Aún recuerdo que, en Ronda, la primera noche nos sirvieron pisto para cenar. A mí no me gustaba la verdura, pero aquel viaje a lo desconocido puede que me transformara, porque me pareció riquísimo.
Reflexión final
Eran otros tiempos y, quizá también, otras personas. Se era “bueno” no por parecerlo, sino por estar dispuesto a implicarse, a defender lo justo, a ayudar sin esperar recompensa. Hoy parece que esa bondad ha sido sustituida por la pasividad, el miedo a comprometerse, el silencio frente a las injusticias, y —por qué no decirlo— por la cobardía.
Nos cuesta apoyar a quienes trabajan por el bien común, a quienes manifiestan la verdad sin estridencias; y a veces los dejamos solos. Entonces, el alcalde venía porque compartía la preocupación, no porque hubiera cámaras ni focos. Se protestaba, sí, pero también se cuidaba.
Tal vez, más que mirar atrás con nostalgia, deberíamos preguntarnos qué hemos dejado de hacer y qué estamos dispuestos a recuperar. Cuánto echo de menos a aquellas gentes y sus decididos pasos, su búsqueda incansable de progreso, su conciencia emprendedora, su espíritu de supervivencia ligado al esfuerzo.
Capítulos anteriores de la Barriada Príncipe Alfonso:
, A su relato no le falta hondura social , ni pequeños detalles de gran humanidad . Subyace , discreta y queda , esa pasión por el prójimo , en cada frase , en los quehaceres del dia a dia , sin perder de vista nunca el recuerdo evocador , unas veces triste , otras alegre , va tejiendo un lienzo digno de ir recibiendo imágenes llenas de alma , de vida . Con todos mis respetos a otras maneras de contar los recuerdos a partir de datos junto a vivencias personales , su estilo me parece tan emocionadamente humano como interesante . Ese POCO A POCO que menciona ha servido para mucho gracias a la constancia y dedicación de los convecinos de su querida BARRIADA DEL PRINCIPE . Me alegra con esta nueva entrega , quedo a la espera del Cap.14 .
ResponderEliminarPaco. Me emociona que personas sin raíces en aquel escenario puedan sentirse inmersas en esa forma de vida tan sufrida como noble. He querido sustituir aquella plazoleta y esas calles que aparecían en la popular serie El Príncipe, llenas de color, actores apuestos y bellas señoritas, por los niños y adultos reales, con carencias de todo tipo pero con un amor propio sin parangón. Dos historias distintas, opuestas: me quedo con la mía, la que viví, aquella de colores grises que, partiendo del blanco, todos juntos fuimos llenando de color. Gracias por leer.
EliminarUnos recuerdos maravillosos
ResponderEliminarJuan: Muy bueno este capítulo del tema médico me acuerdo del practicante Paquito y yo también tuve a D. Adulfo cuando era pequeño.
ResponderEliminarGracias por los recuerdos.