Historia y vida de la Barriada Príncipe Alfonso – Ceuta
Capítulo V: El Agua
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| Croquis a mano alzada. Escalerilla desde la plaza principal hasta el depósito de agua. Los lavaderos quedaban más abajo. | 
Desde los primeros años, el agua fue mucho más que un recurso: fue un deseo, una espera, una herida abierta. Su ausencia marcaba los ritmos cotidianos, las limitaciones domésticas y también las esperanzas. El Príncipe, desde sus inicios, tuvo siempre una relación difícil con el agua. Nunca fue abundante, y cuando llegaba, lo hacía como el que llega tarde a una fiesta que ya ha empezado: con culpa, sin excusas, sabiendo que no basta.
Entre la escasez y la promesa (1927–1938)
Ya en 1927 el Ayuntamiento de Ceuta dejó clara su postura: denegó una petición de agua para las obras que estaban en marcha en los alrededores de la barriada. Aquel gesto no fue una excepción, sino el preludio de años en los que el reconocimiento institucional fue tardío y limitado.
Durante ese verano, se comisionó a dos concejales —Companys y Sancho— para buscar soluciones. Se debatía más sobre el problema de lo que se actuaba sobre él. En diciembre, al fin, se adjudicó el suministro de tuberías y obras a una empresa privada y a un contratista local, Ramón Rodríguez, con la autorización de la Comandancia General.
Se iniciaron obras para instalar un depósito de agua y lavaderos públicos, aunque todo avanzaba lentamente. En 1929, se adjudicaron los trabajos a Miguel Anaya. La recepción oficial no tuvo lugar hasta septiembre de ese mismo año. Fue un primer paso, sí, pero nada definitivo.
Durante la década de los treinta, los problemas se acumularon: el depósito construido empezó a requerir reparaciones casi de inmediato. Se exploraron nuevas soluciones, como excavar pozos cerca del arroyo de las Bombas o estudiar alternativas para abastecer al entonces llamado barrio de la Unión. Pero entre los estudios y las promesas, el agua seguía sin correr.
A finales de los años treinta, los conflictos con la Empresa de Abastecimientos de Agua se hicieron más tensos. El Ayuntamiento reclamaba compromiso; la empresa no cumplía. En 1938, tras años de gestiones, se llegó a un acuerdo: el Ayuntamiento aportaría más de 3.200 pesetas —una cantidad nada despreciable para la época— para completar las obras. La contribución vecinal, aunque significativa, no fue suficiente, y se optó por asumir el resto desde el consistorio. Se agradeció a la comisión que había mediado, y se celebró como un “éxito” el haber llevado por fin el agua al Príncipe… aunque la mayoría de vecinos sabían que eso estaba lejos de ser cierto.
Motor, depósitos y soluciones parciales (1939–1949)
Los años de la posguerra trajeron consigo un aire de resignación práctica. La situación no mejoraba del todo, pero se acumulaban pequeños avances. A partir de 1939 se suceden registros municipales que hablan de cargas de agua para escuelas, reparaciones en túneles y canalizaciones, ampliaciones menores, pequeñas bombas. Se gastaba lo justo, se resolvía lo urgente. Pero la distribución regular seguía sin existir.
En los informes se repite la misma estructura: se aprueban inversiones, se adjudican obras, se liquidan pagos. Sin embargo, el agua no fluía como se esperaba. En muchos hogares, seguía siendo necesario almacenar en cántaros, bidones, reutilizar cada gota, y recurrir a grifos públicos comunitarios.
A partir de 1946, el Ayuntamiento parece querer afrontar el problema con más seriedad. Se instalan motores elevadores en zonas como Hadú o Puente Quemadero, se construyen casetas para las bombas eléctricas y se amplían depósitos.
En 1949, se produce un cambio significativo. Ante el crecimiento del barrio y la creación de un nuevo mercadillo, se aprueba la construcción de un tercer depósito de agua. La inversión total superaría las 41.000 pesetas. Los documentos hablan de una demanda “angustiosa” de los vecinos, y los pliegos se tramitan con cierta urgencia. El 18 de agosto se aprueba una ampliación de presupuesto y, en noviembre, la obra queda oficialmente liquidada. Pero la sensación de los vecinos no era la de un problema resuelto, sino apenas un parche sobre una herida más profunda.
Una red frágil y una espera interminable (1950–1959)
Los años 50 se vivieron entre la promesa de un cambio y la persistencia del abandono. Se hablaba de dotaciones nuevas, de integrar al Príncipe en el sistema general de suministro, pero lo que llegaba era, casi siempre, temporal: un motor, un tramo de tubo, una cisterna que abastecía a una escuela, una orden de reparación.
Los WC de las viviendas sociales permanecían cerrados porque no había presión suficiente. La vida diaria se organizaba en torno al grifo que funcionaba, a la fuente más cercana, al cubo que se podía llenar. En algunas casas se instalaban tanques o depósitos de uso familiar, siempre con el temor de que no duraran.
En 1957 se discutió una de las propuestas más insólitas y, a la vez, más comentadas por los vecinos: conectar el barrio al sobrante de agua de la fábrica de cerveza La Estrella de África. Parecía una solución brillante, práctica. Pero surgieron fricciones: el Ayuntamiento no tenía claro el uso de los manantiales, la empresa privada reclamaba sus derechos, y al final, la idea se desvaneció como tantas otras.
Mientras tanto, el resto de Ceuta avanzaba. En el centro se hablaba de presión estable, de alcantarillado moderno, de urbanismo. En el Príncipe, aún se discutía si convenía poner una nueva tubería o si había que arreglar la que ya no funcionaba. Las comparaciones eran inevitables: ¿por qué aquí no? ¿Por qué siempre después? ¿Por qué siempre menos?
Avances lentos y memorias duraderas (1960–1970)
No fue hasta comienzos de los años 60 cuando empezaron a notarse mejoras reales. Se registran ampliaciones, reparaciones más frecuentes, y algún reconocimiento por parte del Ayuntamiento al esfuerzo de los vecinos. El agua empezaba a llegar todos los días, aunque no todo el día. Las restricciones horarias eran frecuentes, y la presión seguía siendo irregular, pero por primera vez había una cierta continuidad.
Los agradecimientos comenzaron a llegar, tímidos, a los concejales que mediaban, a los técnicos que no se olvidaban de la barriada. Se construyen nuevas fuentes, se reparan depósitos, se mejoran los motores. La sensación de abandono empieza a diluirse, pero no desaparece del todo.
Durante más de veinte años, el Príncipe Alfonso vivió una realidad paralela respecto al resto de la ciudad. El agua, derecho básico, nunca fue garantizado como tal. Lo que debería haber sido un servicio común, llegó como conquista: lenta, sufrida, siempre a medio hacer.
Recuerdos del agua: la memoria de una infancia
Mis recuerdos sobre el agua arrancan con apenas tres años y pocos meses, aunque mi memoria alcanza incluso más atrás, a instantes extraviados desde la cuna, en otra vivienda. Fue por entonces cuando, viviendo de alquiler a pocos pasos de un depósito de agua redondo, a mi padre se le ocurrió que no era mal lugar para vivir. No tardó en conseguir el permiso —supongo que se lo otorgaría el guarda jurado, tras hacer las consultas pertinentes— y comenzamos una nueva etapa en ese depósito de unos cinco metros de diámetro, dos metros veinte de altura y muros de hormigón armado de unos 30 cm de ancho, en el que vivimos veinte años.
En la parte superior tenía una pequeña ventana. Por donde luego se abriría una puerta a golpe de cincel y machota, había dos tubos: al romperlos, salió un caño inmenso de agua. El interior estaba lleno de latas, y tras varios días de trabajo, mi padre logró abrir una entrada. Aquel depósito conectaba con los lavaderos de más abajo, que ya para entonces no se usaban como tal: habían sido acondicionados como viviendas. Una escalerilla de unos cincuenta escalones descendía desde una pequeña explanada hasta el depósito, que quedó como una vivienda más entre tantas improvisadas.
En la plazoleta de la parte alta había una fuente que nunca conocí con agua continua. Era cuadrada y tenía dos grifos, uno en la cara norte y otro en la sur, que fue el único que quedó tras un tiempo. Desde muy pequeño recuerdo hacer cola con grandes cubos de galvanizado. Para guardar el turno, poníamos una piedra como señal, esperando que llegara el agua, que no siempre lo hacía a la misma hora. Cuando finalmente bajaba, todos corríamos a por los cubos, y del grifo salía apenas un hilito sin presión, que tardaba muchísimo en llenar. El grifo funcionaba con un dispositivo de presión que me hacía daño en la mano, pero aguantaba, porque si lo soltaba, el agua dejaba de caer.
Ese era también un lugar de charla, de cuentos, de conocer a la gente. A pesar de la espera y la incomodidad, había normas no escritas que se respetaban. Las nietas de la señora María, que era ciega y había perdido a una hija —decían que el padecimiento le vino de tanto llorar—, por ejemplo, tenían privilegio para pasar antes, como también las personas ancianas. No era una injusticia, sino una muestra más de la solidaridad natural de aquellas gentes.
En los años 60, algún vecino logró instalar agua en su casa, y recuerdo uno en particular al que acudíamos con cubos a llenar, previo pago por cada uno… siempre que hubiese agua ese día. Muchas mujeres, entre ellas mi madre, recorrían al menos tres kilómetros para ir a lavar al río o al arroyo de las Bombas, y al regreso subían una cuesta enorme, cansadas, tirando del baño con la ropa mojada y a menudo también con los niños.
Por esa misma época, un vecino musulmán traía agua en cuatro garrafas sobre una mula, desde la zona de la fábrica de la luz, muy cerca del Tarajal. Después, mi padre consiguió una Vespa de segunda mano, de carga, en la que entraban ocho o nueve garrafas. Íbamos a llenarlas al mismo lugar, pero al subir la cuesta, el motor no tenía fuerza suficiente. Yo tendría unos diez años, y me colocaba detrás para empujar. Tenía bastante fuerza, y siempre conseguía que la moto llegara arriba, tras un recorrido que calculo sería de un kilómetro.
Luego, vendíamos las garrafas a cuatro pesetas cada una, llegando incluso a subir a cinco. Cuando tocaba llevarlas a casa, llegué a cargar hasta cuatro garrafas, y dos me parecían un juguete. A veces hacíamos cinco viajes en un mismo día. A pesar de todo el esfuerzo, nunca lo viví como un sacrificio, sino como algo que debía hacer. Ayudar a mi padre me hacía sentir bien. Si me decían que él había ido a por agua, yo salía corriendo hacia la cuesta para esperarlo y ayudarle a subir.
Bañarse no era una rutina regular. Muchas veces lo único posible era mojar un paño y frotarse las partes del cuerpo antes de acostarse. Casi cualquier arroyo nos servía para calmar la sed mientras jugábamos. Teníamos una frase que repetíamos como un conjuro o garantía:
“Agua corriente no mata a la gente”,
y
uno tras otro bebíamos, convencidos, confiados, parte de un mundo
que aún no sabía lo que era el agua garantizada.
Muchas veces, corríamos con los cubos llenos para regresar rápido y volver a ponernos en la cola, con la esperanza de llevar algo más de agua a casa… pero esa carrera a veces se convertía en una pequeña tragedia, porque los cubos se derramaban. En alguna ocasión, aquellas prisas hacían que alguien resbalara al mojarse las sandalias de goma y acabara cayendo o rodando por los escalones. Los niños nos reponíamos pronto, pero también vi a mujeres mayores caer por aquellas escaleras y llorar.
En el Príncipe estaba la fuente de la plaza principal, y seguramente había otra en los lavaderos en sus inicios, otra se hizo en las casa nuevas y en el mercado cuando se construyó. Se hablaba de cinco lavaderos, y después de uno más.
Recuerdo un momento trágico: a gran distancia de la casa había dos pozos de agua salobre. Allí también íbamos a por agua, e incluso mi madre se llevaba ropa para lavar. Otras mujeres hacían lo mismo. Uno de los pozos era de mayor caudal y tenía su brocal y polea; el otro era más rústico, con apenas un pequeño muro, lo que propició que un niño cayera dentro. Recuerdo los gritos, a algún hombre acudiendo… finalmente pudieron sacar al niño, aunque con algunos rasguños. Creo que mi madre soñó con aquel pozo en sus pesadillas durante años.
Por último, quizá la parte más risueña era ver discutir para identificar las piedras y señales que dejaba cada uno para marcar su turno. Era divertido, aunque a veces se llegaba a más. En cualquier caso, fueron muchas horas las que pasamos alrededor de aquella fuente, que incluso contaba con un guarda fuentes. Uno de ellos se llamaba Juan García Saya, y durante un tiempo ejerció provisional, con su gorra y su emblema.
Cierre
La historia del agua en el Príncipe no es solo una historia técnica, ni de obras, ni de presupuestos. Es una historia de espera, de paciencia y de resistencia comunitaria. Cada metro de tubería, cada depósito, cada grifo instalado fue fruto de años de insistencia. Y aunque las soluciones llegaron tarde y nunca fueron completas, dejaron una marca profunda en la memoria del barrio. Una memoria hecha de cántaros, de lavaderos, de motores que no arrancaban… y de vecinos que no se rendían.
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Como en otras ocasiones, he optado por una narrativa clara y fluida, en lugar de saturar al lector con una avalancha de datos.
ResponderEliminarMe lo he pasado muy bien leyendo este artículo. De todos, este es el que más me ha gustado, además de aparecer en el escrito. Gracias
ResponderEliminarMe alegra mucho hacer recordar esta historia vivida.
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