Cuando el saludo se apaga
Desde mi pequeña habitación, rodeado de los libros que he elegido para que me acompañen, dos cuadros, y una vitrina con mis recuerdos más valiosos —diría que sagrados—, esta mañana, a través de la ventana, observo a las golondrinas. Me parecen especialmente revoltosas, interpretando un baile de movimientos y piruetas que casi siento dedicados a mí, mientras emiten esos trinos parecidos al griterío de los niños cuando juegan, unos tras otros.
Hace unos días visité a un amigo nonagenario. Fue un gran dibujante, que abordó distintas temáticas —las capturaba con una precisión casi reverente— y durante muchos años su trabajo fue celebrado. Hoy, ya no puede dedicarse a lo que más ama, porque apenas puede ver los trazos.
“Lo que más me duele no es que ya no pueda dibujar”, me dijo con voz pausada, “sino que ya nadie me saluda”.
No lo dijo con amargura, sino como una constatación melancólica de estos tiempos. Era una reflexión sobre los vínculos humanos, que parecen haberse diluido en la prisa, en el aislamiento, en la pérdida de la mirada. Hay algo extraño en esta época: una inversión de prioridades que cuesta explicar sin parecer descortés. Hoy es habitual tratar a los animales como personas —se les habla, se les comprende, se les disculpa cualquier comportamiento—, y al mismo tiempo, a los propios vecinos se los ignora, se los evita, se los condena por lo más mínimo.
Me explicó que ya casi no sale a la calle. Lo hace con dificultad, por poco tiempo. “Todos los de mi quinta ya han muerto. Ahora nadie me conoce. Nadie dice ‘hola’… ni siquiera ‘¿cómo está usted?’ Así que no encuentro sentido a seguir vagando por estas calles que tantas veces recorrí. Vuelvo con mi hija.”
Aproveché la visita para hablarle de un trabajo que tengo entre manos. Él, con su memoria precisa, me compartió datos y recuerdos con una lucidez admirable. Aportó detalles que ningún archivo contiene. Fue una conversación sincera, de esas que tienen peso, como si el tiempo se hubiera detenido un instante.
Pocas horas después, coincidí con otra persona, también de gran talento artístico. Mantuvimos una conversación extensa, tanto que la dejamos para continuar al día siguiente. En ambos encuentros hablamos de temas actuales, pero también de historia, de belleza, de lo esencial. Qué satisfacción escuchar a personas lúcidas, sensibles, que no se proclaman sabias, pero lo son por naturaleza. Hablar con ellas es como salir de un mundo ensordecedor y entrar en un refugio de cordura.
Porque afuera, en ese otro mundo, parece reinar el juicio precipitado, el insulto fácil, la tensión innecesaria. Cuesta encontrar espacios donde habite la sensatez. Es como si hubiéramos perdido el arte de escuchar… y también el de saludar con el corazón. En este sentido, observo con tristeza el cambio de hábitos y comportamientos, y me pregunto cómo se ha llegado a destruir el último baluarte legendario, como si fuera la torre de Sierra Carbonera, a cambio de ese saludo ficticio en campaña permanente, sin alma ni intención, en favor del voto.
Puede ocurrir —me dije entonces— que el loco halle lo que el cuerdo perdió por apresurarse.
Las palabras de mis amigos me dejaron una tristeza espesa, como un silencio en medio del bullicio. Pero también una alegría tranquila: la de haberlos escuchado y compartido algo muy valioso.
Recordé entonces algo que leí de Stefan Zweig sobre la Viena de comienzos del siglo XX: los artistas eran reconocidos por las calles, saludados con respeto, invitados a conversar. Eran parte viva del alma de la ciudad. En cambio, los políticos eran figuras discretas, casi anónimas.
Qué contraste con el presente, donde muchos se han convertido en protagonistas incansables de un ruido permanente, llenando el espacio público con palabras vacías, cuando no con basura.
Nunca antes he sentido tanto respeto por un trastero, ese lugar al que —según los hechos— parecen haber destinado al ostracismo del silencio a mentes privilegiadas y a numerosas personas de gran calidad humana.
Tal vez también esto —el silencio de un anciano, el olvido de un artista, el diletante que escribe rescatando emociones— sea un movimiento más profundo, que no responde al calendario ni al espectáculo, pero que marca, sin prisa, el compás de lo que verdaderamente importa.
Se racionalizan los animales y se bestializa al prójimo. Se le habla al pollo y se ignora al vecino. Extraña sociedad, retorcida y absurda
ResponderEliminarUn concepto de amistad muy profundo. Precioso artículo
ResponderEliminar