La Edad del Silencio
No voy a dedicar estas líneas a la naturaleza, a esa flora exuberante que tanto me gusta describir, a esas tonalidades verdes o a esa variedad de plantas de colores que me proporcionan tantos placeres visuales. No. Voy a intentar convertir en letras las palabras, semblantes y pensamientos cada vez más frecuentes que unas veces se manifiestan en el rostro como espejo del alma, otras se disimulan, y la mayoría se sufren en silencio.
Pocas veces hablamos del miedo que llega con los años. No el miedo a la muerte —ese, dicen, se va apaciguando con los días—, sino al desvanecimiento lento, al olvido de uno mismo. A despertarse una mañana y descubrir que no encuentras la palabra exacta para decir “llave”; o que lo que antes hacías sin pensar, ahora requiere concentración y esfuerzo; o que ya no bajas del vehículo como antes y necesitas un apoyo para subir al autobús. Esas pequeñas cosas cotidianas que, cuando se es joven, pasan inadvertidas.
A todo lo anterior no podía faltar la carencia de atención, de respeto, y si se quiere, hasta el maltrato, que se dispensa en algunos lugares —bien por acción o por omisión—. Como si se tratara de objetos inservibles y caducos; como si fuésemos hojas caídas en otoño que todos pueden pisar en el deambular de la mala educación. Y te hacen sentir que tus derechos se reducen proporcionalmente a tu edad. No creo necesario ofrecer ejemplos que serían muy ilustrativos y, para una sociedad civilizada, vergonzosos.
Una mujer, a quien conocía de lejos desde hace años, me lo dijo
sin adornos:
“Lo peor no es que se me olviden las
cosas. Lo peor es que sé que se me olvidan.”
Y me
quedé pensando en eso. En la consciencia de la pérdida. En ver cómo
el cuerpo se encoge, cómo los sentidos que te ayudaban te abandonan…
y lo peor: cómo las personas queridas se van, cómo las visitas se
espacian, cómo los hijos se impacientan. En sentir que se es útil
solo mientras se puede dar algo a cambio, y que ese algo interese a
unos propósitos. Pero una vez que dejas de producir, te vuelves
invisible.
Los científicos buscan incansablemente la
invisibilidad de la materia, y sin embargo, las ciudades, los pueblos
y los organismos generan constantemente seres invisibles.
Todo parece sacado de una película rodada en gris, en una tarde tormentosa. En este contexto, y situado como espectador, sentado en una silla rota e incómoda por el tiempo, contemplas las secuencias y a sus protagonistas, que continúan actuando en contra de los designios de concordia y armonía; esos que no se encuentran a sí mismos y necesitan protecciones grupales para encumbrar sus egos y ejercer el título de don nadie, otorgado por otros personajes huecos.
Algunos emplean la recurrida excusa de que “nos volvemos como niños”. Sin embargo, la vejez no nos vuelve niños, como dicen, sino que niños nos encuentran... por interés. Incluso se han dotado de un arsenal de frases tan añejas como injustas, como esa que afirma que cuando alguien hace algo por amor al mundo, el mundo debe cuidarse de que no lo vuelva a hacer. Y le colocan el cartel de: “Todo lo hace mal”.
Como
escribió algún insigne autor:
¿Quién hace caso de
los consejos de los viejos?
Todo el mundo cree que
nadie mejor que él sabe lo que le conviene. Y por eso muchos se
pierden, y otros andan largo tiempo extraviados… Lo peor:
enfrentados y perdiendo el sentido de comunidad.
Me contaba una señora digna de todo respeto:
“Le
hice una observación a un joven y me dio la espalda refunfuñando.”
Qué fácil lo ven quienes nunca han movido un dedo por sus semejantes. Y lo más sangrante: muchos de ellos se pavonean con aires de salvadores, mientras cobran generosamente por no escuchar.
Presencié en un organismo cómo a una persona mayor que pretendía hacer una gestión le invitaron, sin más, a descargar una aplicación, tras lo cual debía seguir múltiples pasos para completar lo que necesitaba. Prefiero no describir la cara y el comentario del usuario septuagenario.
No hace mucho, necesitaba hacer una gestión bancaria. Sin ayuda me fue imposible. Acudí al banco. Se trataba de una simple transacción. Tras dialogar con insistencia, me ayudaron. Fui tomando nota de los pasos: quince. Le agradecí la atención y le mostré la lista.
Le dije:
—Ahora lo haré solo.
Noté que todos gesticulaban. Intenté introducir mi clave. No respondía. Una, dos veces… Él mismo lo intentó desde su terminal. Tampoco aceptaba.
Entonces le dije, sonriendo:
—Antes de que estas cosas se usaran aquí, ya me movía entre ellas. Nosotros sí fuimos los primeros. Por eso deben perdonarnos los errores: eran caminos inexplorados. Pero aprendimos, y enseñamos a otros. Entonces nuestras metas estaban lejos; ahora, a esta edad, cada paso es una meta… sin dejar de ser un paso.
Quizás
también en todo esto haya una belleza callada.
Una sabiduría
que no necesita imponerse.
Una aceptación que no es
resignación, sino una forma distinta de presencia.
Quizás hay algo que podemos aprender quienes aún tenemos prisa:
Que la lentitud no siempre es pérdida,y que la fragilidad también tiene dignidad.
En mi caso, reclamaré la mía, cueste lo que cueste.
Y
siempre lo haré como lo hice.
Menuda joya. Qué reflexión más bonita. Gracias.
ResponderEliminarayer tarde asistí a una reunión de la Mesa de Trabajo en la sede de la asociación Despierta . Un nuevo plazo de reapertura se nos ha dado . Esperemos se cumpla . Con tu exposición le haces a la vejez un exhaustivo "TAC" , a esa época donde se nos otorga el titulo de longevos , que conlleva pocos derechos y un sin fin de obligaciones . Mencionas una operación bancaria cargada de inconvenientes . Mira por donde un banco se anuncia como LOS MAQUINAS , tachando LAS MAQUINAS . Parece que han tomado nota . Tus palabras son todo un elogio a la lentitud creativa , fecunda y solidaria . Ya que todo tiende a ser una app , pues lo mejor sería ir transformándonos cada cual en una aplicación de amable utilidad para el prójimo . Gracias , y un especial virtuabrazo a quienes han llegado a la edad de los 70 .
ResponderEliminarHas hecho una preciosa semblanza de las personas mayores, me incluyo, subrayo algunos momentos que los "profesionales" que nos rodean - "sin querer queriendo" - como diría el protagonista del "Chavo del ocho - pierden la paciencia y en algunos casos las formas cuando hacemos preguntas que para ellos resultan ser obvias ¡Es que son tan listos! ...
ResponderEliminarVenimos de una etapa analógica y con gran inversión y esfuerzo tratamos de seguir en la brecha. Me gustaría ver a esta "tropa" desenvolverse en algunas situaciones vividas en nuestras profesiones o simplemente en el Servicio Militar. Gracias Santi.
Hola Santi. He leído, La Edad del Silencio. Me ha parecido un tema muy interesante además de actual. Pero también me ha gustado mucho, la manera de escribir y relatar ésta problemática.
ResponderEliminarMe había centrado en la Barriada Príncipe Alfonso, pero en adelante,te seguiré en otros temas. ¡ Me gusta como escribes ! Gracias
Me alegra mucho tu comentario. Tengo en mente otro relacionado, pero distinto. Aprovecho para decirte que, mañana o pasado inserto otro artículo del Príncipe. Muchas gracias por la atención que me brindas y por tus valiosos recuerdos. Un fuerte abrazo.
Eliminar