La Sala
Llegué
de pronto a un lugar que, aunque familiar, era para mí
desconocido.
Al principio todo me resultaba extraño, hasta que,
con el tiempo, empecé a percibir más detalles.
La gran sala era muy hermosa. A medida que pasaban los días descubría nuevos murales que representaban todo lo imaginable. Todo estaba ordenado como si un gran escritor hubiese diseñado la escena: fluía con suavidad, adornada por bellas gamas de colores, desde los más intensos hasta los más tenues. Aquellas composiciones despertaban sensaciones de calor y frío, de sosiego y de intensidad emocional. Eran difíciles de explicar.
Las tonalidades, como notas en una partitura, desprendían aromas y sonidos casi imposibles de imitar, bellos por naturaleza. Parecía un conjunto armónico, incluso en los acontecimientos que derivaban de aquellas escenas.
Sin embargo, a veces lo más discordante eran los humanos, empeñados en estropear aquel paisaje divino. Muchos, amparándose en su inteligencia, buscaban imponer su voz y hacer creer que todo aquello era obra suya. Sus palabras y acciones rompían la armonía que los rodeaba, como si quisieran apropiarse de la creación, o al menos de algo que se le pareciera.
Otros, en cambio, dóciles y nobles, aprendían pronto a ajustarse al ritmo de la sala. Apoyaban, ayudaban, acompañaban… sin deseo de relevancia.
Los paseos en la gran sala, sin embargo, se tornaban a veces
incómodos: se caminaba y corría con ansias de llegar, pero sin
saber a dónde. Atormentados por intereses propios, por la maldad.
Y,
aun así, en medio de todo aquello, siempre se distinguían la
bondad, el amor, los lazos… y también el dolor.
Allí seguían llegando personas de todas partes, de todas las edades, con rostros distintos y maneras propias de caminar. Poco a poco iban tomando asiento. Nadie escogía un lugar exacto: cada cual se acomodaba donde encontraba espacio. Al principio, los patrones de conducta parecían similares.
La sala se llenaba de murmullos.
A veces se elevaban en voces
exageradas.
Unos contaban historias.
Otros escuchaban en
silencio.
Había risas, discusiones, abrazos y desencuentros.
Cada uno ocupaba un papel, aunque nadie sabía realmente cuál era el suyo. Y entre todos, sin darse cuenta, iban construyendo un ambiente que cambiaba con cada llegada.
El tiempo pasaba sin que nadie lo notara.
Algunos hacían
amigos, otros preferían la soledad. Había quienes levantaban la voz
para hacerse escuchar, y quienes apenas susurraban, invisibles. La
sala era un lugar vivo, lleno de rostros, de gestos, de memorias
compartidas.
Hasta que un día, en silencio, se abría una puerta.
Alguien
se levantaba. Caminaba hacia ella.
No había anuncios.
No
había despedidas.
Solo silencio.
Nadie sabía qué había al otro lado, ni qué significaba cruzarla. Lo único cierto era que nadie regresaba.
Al principio, la ausencia dolía. Su risa, sus palabras, su manera
de estar seguían flotando un tiempo en el aire. Aunque en otras, permanecía siempre.
Luego, poco a poco, la vida en la sala
continuaba. Como siempre. Como desde el principio.
Y así sigue.
Y así siempre ha sido.
Lo comparto pensando en quienes ya cruzaron la puerta… y en quien acaba de hacerlo

Carmen Lavado: Que manera más bonita de describir la vida, y a la vez que triste.Algunos se quedan para siempre en la memoria de otros.....hasta que esos otros vivan.
ResponderEliminarPreciosa descripción. Gracias
ResponderEliminarGran Alegoría de la Vida y la Muerte.
ResponderEliminarSanti, eres inagotable y al mismo tiempo, una caja de sorpresas, tocas todos los "palos". No me extraña que tengas tantos seguidores tus escritos ¡Felicidades!
Gracias Pepe. Presto mucha atención a los que saben de verdad. Los dispositivos de las estadísticas aseguran lo que tu dices, aunque me fio más de vuestros comentarios.
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