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La mujer del alambre

 

La mujer del alambre



En Gibraltar, las casas británicas se llenaban de acentos andaluces. Las criadas llegaban desde La Línea o Algeciras con sus pañuelos, sus faldas amplias, algunas con los labios pintados, y un arsenal inagotable de historias que dejaban a las esposas inglesas más tiesas que sus tazas de porcelana.

¿Y qué hizo el marido? —preguntaba alguna, con los ojos bien abiertos sobre el borde del té.

Una de las historias más comentadas fue la de la mujer del alambre. Según contaba una criada con voz ronca de tanto fregar y cantar, un hombre volvió a casa antes de lo previsto y encontró a su esposa enredada con otro en el catre. Sin decir palabra, agarró un palo, la sacudió con furia y, ciego de celos, tomó hilo de cobre y se lo pasó por… bueno, por donde más duele la traición.

¡Ay, madre! —decían las señoras, llevándose las manos al pecho, sonrojadas, entre horrorizadas y fascinadas.

El asunto, claro, llegó a la policía. Pero como fue un crimen pasional —y la provocación parecía evidente incluso para el agente más rígido—, se limitaron a advertirle que no lo hiciera otra vez.

La mujer, lejos de hundirse, sanó y sacó pecho. Desde entonces la conocían como la mujer del alambre, y, según decía, ninguna vecina podía presumir de haber inspirado unos celos tan intensos.

Y así, entre polvo y trapos, las criadas dejaban caer estas perlas en los salones británicos, manteniendo vivas las tardes de café con relatos que superaban en intensidad cualquier novela de Jane Austen.


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