Cuando el alma mira por la ventana
Cuando el alma mira por la ventana
Hace una tarde-noche que despierta el apetito de soñar. La luna aparece sigilosa en un cielo acompañado de algunas estrellas, unas con más intensidad que otras. En el parque hay pocas personas; algunas transcurren con un caminar sosegado, y nos saludamos. Miro y me siento en un banco recientemente pintado de marrón. Frente a mí, un regalo: un exuberante árbol de magnolias, con grandes y preciosas flores blancas. Cerca, sobre el suelo, se extiende un manto de flores amarillas.
Mi mente salta de una escena a otra, de un lugar a otro, de un periodo a otro, como los pajarillos inquietos que trinan sus pegadizos y elegantes cantos de rama en rama. Mientras tanto, con la mirada hago continuos barridos por sectores que quedan grabados en no sé qué rincón de la memoria. A los pocos minutos, se fija en primer plano una historia que escuché hace muchos años.
Fue hace unos veinte años, contada por teléfono. Entonces no existían las redes sociales, pero los relatos viajaban igual, de voz en voz, como semillas al viento. Me impresionó profundamente por su belleza y su enseñanza, y desde entonces quedó guardada en mi memoria como una joya que uno guarda sin saber bien por qué.
Hoy, después de haber vivido de cerca las sombras que proyecta la envidia —sobre todo cuando uno intenta construir algo con amor, como me ocurrió con la revista cultural que impulsé en La Línea—, siento que esta historia vuelve a mí con más fuerza. Porque habla de algo esencial: de cómo algunos, incluso desde su propio dolor, son capaces de dar belleza al otro. Y de cómo otros, cegados por el deseo de tener lo que no tienen, pierden de vista ese regalo.
Aquí la comparto, tal como la recuerdo. No es mía, no sé de quién es, pero quizás —como toda historia verdadera— pertenece a todos.
La Ventana del Hospital
Dos hombres, gravemente enfermos, compartían una habitación de hospital. Uno de ellos, cuyo lecho estaba junto a la única ventana, tenía permiso para sentarse en la cama durante una hora cada tarde, lo cual le ayudaba a drenar líquido de sus pulmones. El otro hombre debía permanecer todo el tiempo acostado.
Cada tarde, el hombre de la ventana describía a su compañero lo que veía afuera. Le hablaba del parque que se extendía frente al hospital, con su lago brillante, los patos y cisnes deslizándose sobre el agua, niños jugando con sus cometas, parejas caminando de la mano entre las flores, y el cielo azul salpicado de nubes juguetonas.
El otro enfermo cerraba los ojos e imaginaba aquellas escenas, deseando con fuerza poder estar en esa cama junto a la ventana. Con el tiempo, su deseo se convirtió en una silenciosa envidia. Se preguntaba por qué él no podía ser quien estuviera allí, viendo el mundo exterior.
Una mañana, el personal del hospital encontró al hombre de la ventana sin vida; había fallecido plácidamente durante la noche. Luego de un tiempo, el otro enfermo pidió ser trasladado a la cama junto a la ventana.
Con mucho esfuerzo, se incorporó y, apoyándose en el codo, miró por primera vez hacia fuera. Para su sorpresa, lo único que vio fue un muro de ladrillos. Al preguntar a la enfermera por qué su compañero le había contado cosas tan hermosas, ella le respondió:
—Quizá solo quería animarlo… hacerle compañía… hacerle feliz.
Algo parecido se mueve en mi ánimo en estos momentos, algo que también se mezcla con la tristeza, incluso con cierta confusión emocional, cuando construyo mis relatos, sean del tema que sean. De forma puntual, puedo echar mano de un recurso inventado.; pero la mayoría de las veces, mis historias son fruto de estudio, de investigación y, sobre todo, de observación.
Digo esto porque algunas personas me preguntan si las historias que cuento son reales. Y la verdad es que sí. Observo. Escucho. Camino detrás de matrimonios mayores, de niños con preguntas grandes, de hombres que fingen no llorar. No suelo inventar. Apenas traduzco lo que la vida, en su cotidianidad discreta, me va mostrando. A veces, la realidad escribe mejor que uno.
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Quizá recordéis esta bonita historia.
ResponderEliminarCarmen Lavado: Ese personaje eres tú. Tu te paras ves y nos va contando a todos las cosas bellas de la vida, nos describes la naturaleza, la ternura, el paisaje.....y los demás los valoramos gracias a ti.
ResponderEliminarPues te tengo envidia, sabes ver la vida mientras paseas por ella.
Acepto tu envidia, nunca había sido tan sana. Carmen, ¡Qué frase tan hermosa y profunda me has dedicado! Un día la utilizaré en uno de mis artículos y le pondré tu nombre: "sabes ver la vida mientras paseas por ella". Muchas gracias.
EliminarMaravilloso
ResponderEliminarMuchas gracias, muy amable.
EliminarSencilla, clara y emotiva historia. Una vez más, gracias Santi.
ResponderEliminarGracias a ti por leer.
EliminarAmigo Santi, ladran luego cabalgamos.
ResponderEliminarEl cuento es muy bonito. El gran corazón de uno de los enfermos por hacerle pasar los días más amenos y bonitos al otro. La gran generosidad de unoy la envidia de otro.
Pero lo mejor del cuento es la introducción que haces,y la forma de contarlo, escribiendo con gran calidad literaria. Emocionás y llegas al corazón.
Enhorabuena. Y gracias.
Muchas gracias, Pepe. Ha sido un verdadero regalo reencontrarnos —aunque sea virtualmente— después de medio siglo. Y encima me elogias, ¡no se puede pedir más!. Un gran abrazo.
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