Día de Todos los Santos y Día de los Fieles Difuntos: dos celebraciones, una misma esperanza
Querido Antonio: Hace unos días, con motivo de una bonita reseña que colgaste —fruto de tu cosecha, y por la cual te felicité—, mantuvimos un breve diálogo virtual. Finalmente, me sugeriste escribir algo acerca de esta temática. Y aunque tengo material e historias para desarrollarla en varias direcciones, me he decidido por algo que publiqué hace ya algunos años, con algún pequeño retoque.
Cada 1 de noviembre, la Iglesia católica celebra el Día de Todos los Santos. No se trata solo de recordar a los santos reconocidos oficialmente por la Iglesia, sino también a esa innumerable multitud de “santos anónimos”: hombres y mujeres que, en silencio, entregaron su vida por amor, por la justicia y por la fe. Son quienes, desde su familia, su trabajo o su entorno cotidiano, vivieron conforme al Evangelio e hicieron de su vida un reflejo de Cristo.
La noche anterior, el 31 de octubre, se celebra lo que en inglés se llama All Hallows’ Eve —la víspera de Todos los Santos—, que con el tiempo derivó en la palabra Halloween. Aunque hoy se asocia a costumbres más festivas o comerciales, poco tiene que ver con el sentido cristiano de la solemnidad del día siguiente.
El 2 de noviembre, la Iglesia conmemora a los Fieles Difuntos, día dedicado a orar por quienes han partido de este mundo. Según la tradición cristiana, las almas que aún necesitan purificación antes de alcanzar la plenitud del cielo se benefician de nuestras oraciones, de las limosnas y, sobre todo, del sacrificio de la Eucaristía ofrecido por ellas.
El Papa Francisco, durante el Ángelus del 2 de noviembre de 2014, expresó con claridad el vínculo entre ambas fechas:
“Ayer celebramos la solemnidad de Todos los Santos, y hoy la liturgia nos invita a conmemorar a los fieles difuntos. Estas dos celebraciones están íntimamente unidas entre sí, como la alegría y las lágrimas encuentran en Jesucristo una síntesis que es fundamento de nuestra fe y de nuestra esperanza.”
Ambas celebraciones, efectivamente, están entrelazadas. Por un lado, Todos los Santos nos recuerdan nuestro destino y la llamada universal a la santidad; por otro, el Día de los Difuntos nos invita a mantener viva la comunión con quienes ya han partido, en la esperanza de la resurrección.
Históricamente, el Día de Todos los Santos tiene sus raíces en los primeros siglos del cristianismo, cuando la Iglesia honraba a los mártires en sus tumbas. En el siglo IV, san Agustín intervino para ordenar estas prácticas y establecer días concretos para visitar a los difuntos, evitando ciertos excesos o supersticiones.
Más tarde, tras la Paz de Constantino en el año 313, se difundió el intercambio de reliquias y actas martiriales, lo que llevó a la necesidad de una regulación papal. De aquel tiempo datan, por ejemplo, las reliquias de san Dativo, mártir de Abitene, que se veneran en la Iglesia de la Inmaculada, en La Línea.
En el año 610, el papa Bonifacio IV consagró el Panteón de Roma al culto cristiano, marcando el origen de esta solemnidad. Posteriormente, en el siglo IX, el papa Gregorio IV trasladó la fecha al 1 de noviembre, donde permanece hasta hoy.
Estas dos celebraciones —una de gozo, otra de memoria— expresan la misma verdad de fe: la comunión de los santos, que une el cielo y la tierra en un mismo amor y esperanza.
Una pequeña historia para recordar
Cuentan
que un niño acompañaba cada año a su abuela al cementerio el 2 de
noviembre. Ella siempre llevaba flores y una vela. Un día, el niño
se armó de valor y le preguntó:
—¿Por qué venimos aquí,
abuela, si ellos ya no están?
Ella sonrió y respondió:
—Venimos a rezar, a recordar y a
aprender a no olvidar a quienes amamos. Porque el amor no se va al
cielo ni se queda bajo la tierra: se queda en el corazón, y cuando
rezamos por ellos, ese amor se hace oración.
Con el tiempo, aquel niño creció, y cada 2 de noviembre sigue llevando flores y encendiendo una vela. Pero sobre todo, recuerda esas palabras: “El amor no muere, solo cambia de lugar.”
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