Crónica de un domingo de fútbol en Los Barrios
El fútbol tiene tantas historias como miradas se posan sobre el campo. Hoy, en Los Barrios, he asistido a una de esas que apenas se cuentan, las que se escapan a la crónica deportiva, a los goles o a la clasificación.
El equipo local vestía de amarillo y verde, colores vivos que parecían encenderse bajo el sol de la tarde. Enfrente, los visitantes, llegados desde Sevilla capital, lucían una equipación oscura, sobria, casi elegante. El protocolo inicial —los saludos, el sorteo, los apretones de mano— me atrapó más que cualquier alineación. Me gusta ese instante previo, donde aún no hay urgencia ni cansancio, donde todos parecen iguales en la expectativa.
Durante el primer tiempo, a pesar del resultado que más tarde sería desfavorable, Los Barrios gozó de varias oportunidades claras. Ambos equipos jugaron bien, cometiendo muy pocos errores y dejando ver jugadas de calidad. Las líneas funcionaron con orden y hubo equilibrio de fuerzas. En algunos momentos las líneas se juntaron, formándose un apelotonamiento de jugadores, pero fue un detalle menor frente al conjunto del encuentro, jugado con ritmo, limpieza y respeto mutuo.
Luego vino el juego, ese ir y venir de esfuerzos. Observo al gregario, al que corre sin que nadie lo note, al que cierra espacios y sostiene el equilibrio. Me fijo en los del banquillo, que se pasan medio partido calentando por si acaso. También en el sonido tan peculiar al golpear el balón: existen tantos sonidos como acordes pueda desarrollar una orquesta en una canción.
Y, aunque el ambiente general fue de deportividad, hubo un momento que me dejó un regusto amargo: el entrenador del equipo de Sevilla profirió algunos insultos, quizá dirigidos a sus propios jugadores, quizá para sí mismo, pero en voz alta. No me pareció lo más apropiado, sobre todo en un campo donde hay pequeños, tan cerca de la línea de banda, escuchando. El ejemplo, en el fútbol, también se enseña desde el banquillo.
En el descanso, la gente abandona sus asientos y se encamina hacia el bar: unos con parsimonia, otros con la diligencia propia de quien no tiene espera. Observo la diferencia al bajar y subir esos escalones altos de las gradas: los mayores, con precaución; los jóvenes, sin apenas mirar. Otro ritual sagrado del fútbol modesto.
Pero la historia de hoy llegó hacia el final. Un hombre subió hasta donde yo estaba y, con una mezcla de timidez y urgencia, me pidió un favor: que hiciera fotos a un jugador visitante, el número 18 —me dijo su nombre, pero no lo recuerdo—. Me pidió que lo retratara todo lo que pudiera. Me sorprendió la petición, pero accedí.
El muchacho acababa de entrar al campo. El marcador acababa de inclinarse a favor del equipo sevillano. Corría, presionaba, cerraba huecos… pero apenas tocó el balón. Hice cuatro o cinco fotos, casi todas sin pelota, aunque con la dignidad del esfuerzo.
Cuando terminó el partido, volví a encontrar al señor con su familia. Le prometí que las fotos se las enviaría por WhatsApp, como así lo hice, y le comenté, casi disculpándome, que al joven no le había dado tiempo de tocar la pelota. Él asintió, agradecido. Entonces lo entendí: aquellas imágenes no eran para contar el partido, sino para guardar un momento. Tal vez era su hijo, su sobrino o alguien por quien sentía orgullo. En cualquier caso, ese joven necesita más minutos de partido.
Mientras regresaba, recordé mis días de niño en el campo Alfonso Murube, en Ceuta. Nombres como Pepe y Eduardo Ayala, Correa o Totó... volvieron a mi memoria. También ellos, como este muchacho del dorsal 18, habían corrido bajo el mismo sol, con el mismo deseo limpio de jugar y dejar algo en el aire.
Y pensé que quizá esa es la verdadera crónica: la que se escribe no con los goles, sino con los gestos, los silencios y los pequeños esfuerzos que casi nadie ve.
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