Ella.
La última. La olvidada. La acera que sostuvo medio siglo de pasos y
que nadie pensó en despedir. 
 
  La
imagen que acompaña estas palabras fue tomada apenas unos días
antes de que la arrancaran. No es una gran fotografía. Ni falta que
hace. Es, simplemente, el testimonio mudo de lo que fue y de lo que
resistió. 
Ahí
quedó, inmóvil, esperando su destino. La última en ser levantada.
La última en despedirse sin ceremonia. Hace
algo más de un año se inauguró la remodelación de la Avenida de
España en La Línea. Un acto envuelto en opiniones de todo tipo:
algunas favorables, aunque sin un argumento sólido que las
respaldara; otras, directamente opuestas, también carentes a veces
de un planteamiento razonado. Ruido habitual en estos tiempos de todo
y nada. 
 No es mi intención detenerme ni en las bondades ni en los
defectos del proyecto. Tampoco pretendo dedicar estas líneas a
hablar de la importancia de esta arteria urbana. Es una de las más
destacadas de la ciudad —quizás incluso del Campo de Gibraltar—
en términos históricos y simbólicos. 
 
 No. 
 
 Lo que
hoy me ocupa está más abajo. Mucho más abajo. En lo que apenas se
mira y casi siempre se pisa. 
Me refiero a una acera. Pero no a cualquier acera. Hablo de la
otra acera. La olvidada. La que, según cuentan los vecinos
de siempre, llevaba más de cincuenta años sosteniéndose sin que
nadie le tendiera una mano. 
Su hermana, la que mira de frente al Ayuntamiento —esa que
podríamos llamar ‘la bien casada’— recibió, con los años,
varios lavados de cara. A veces discretos, a veces casi con coqueteo
estético. Se barría con esmero, se adecentaba según las ocasiones,
brillaba cuando venían visitas. Era el espejo donde el poder se
asomaba. 
Mientras tanto, la otra, nuestra protagonista,
permanecía al otro lado. Medio huérfana. Con las losas
resquebrajadas, las alcantarillas rebosando y ese olor agrio que solo
el abandono sabe producir.  Soportó
el paso del tiempo, de los andamios, de los inviernos húmedos y de
los veranos polvorientos, de las ruedas de los vehículos y hasta de
los refugiados que vertían sus orines y excrementos. Aceptó su
suerte sin más. Y sin menos. Durante las cabalgatas y festejos populares, mientras miles de
personas reían, bailaban o miraban al cielo buscando caramelos
voladores, ella se limitaba a sostenerlos. Sin aplausos. Sin premios.
Soportaba sus bancos, sus farolillos, su peso, y —para que no
faltara de nada— los innumerables chicles durante meses, como si se
tratara de una certificación con “denominación de origen”.
Agradecida —eso sí— cuando alguna limpiadora le dedicaba una
pasada rápida con la fregona. 
 Ahí estuvo, siempre. Silenciosa, resistente, paciente. La
última en ser tocada. La última en ser arrancada. La última
en desaparecer. Estas
líneas —modestas como ella— son mi homenaje. Que quede
constancia de su firmeza, de su espíritu de servicio, de su lealtad
a una ciudad que apenas la miró. Porque incluso las aceras
—como las personas— merecen ser recordadas cuando ya no están.  | 
En ese trozo de acera ocurrieron cosas que, aunque pequeñas para el mundo, fueron enormes para mí.
ResponderEliminarNo se puede escribir esto si no se siente. Magnífico.
ResponderEliminarCarmen Lavado: Qué homenaje más bonito y entrañable. De no ser por tu escrito y por la fotografía, nunca me hubiese parado a pensar en ese trozo de calle...ahora que te estoy leyendo y veo la fotografía, has conseguido que me dé lastima y pena, como si de un ser vivo se tratase. Admirable.!!!!!
ResponderEliminarMaquillas como nadie lo impresentable.
ResponderEliminarUna vez más nos haces disfrutar, gracias.
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