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El aire que se respira y el pensamiento que se genera

 

El aire que se respira y el pensamiento que se genera


Parque- Los Barrios


Cada vez es más complicado aparcar, fue lo primero que comenté al sentarme a desayunar. Llegaba con algo de retraso, tras unas gestiones médicas y un imprevisto corporal. Me esperaba mi amigo Paco, con quien hacía unos días no coincidía. Apenas me acomodé, él aprovechó el momento para lanzarme, sin anestesia, una serie de noticias tristes sobre personas que ambos conocemos y estimamos.

Siempre se ha dicho —y se sigue diciendo— que, a cierta edad, estas cosas se vuelven normales. Pero me resisto a aceptar que deban llegar así, sin aviso, como si fueran parte del paisaje. Me afectan, me desequilibran durante un tiempo y en casos permanecen. Y aunque uno se recompone, queda cierto poso, porque no hace uno otra cosa que convertirse en un buen actor, en un escenario que ya no es el tuyo. Esas noticias reactivan pensamientos que, aunque nunca del todo olvidados, permanecen atenuados, en sordina, como esperando su momento.

Y así, entre cafés, palabras atravesadas y silencios, me vino a la cabeza una frase leída hace tiempo:
"Cuanto más puro y claro es el aire, más sutiles son las cabezas", escribió Cicerón hace más de dos mil años. Como ocurre con muchas frases antiguas, su verdad parece extenderse más allá del contexto en que fue escrita. La leemos, la entendemos… pero quizá no siempre nos detenemos lo suficiente como para extraerle todo su sentido.

¿Y si esa afirmación encerrara una clave para pensar el presente de lugares como el Campo de Gibraltar?

Sé que, con solo mencionarlo, algunos lectores quizá dejen de leer. Tal vez en sus cabezas ya se haya formado el motivo. No me extraña. Antes que yo, otras personas relevantes de esta tierra han hablado de esto, incluso con datos y estadísticas que sugerían algún tipo de alteración preocupante física. Pero, curiosamente, sus voces fueron rápidamente sofocadas por quienes tenían interés en que no se mirara más allá.

Esta comarca andaluza, centinela de la historia, ha sido, durante décadas, un núcleo industrial de gran importancia. En ella conviven refinerías, acerías, plantas químicas, un tráfico marítimo abrumador… y, por si fuera poco, submarinos nucleares —algunos averiados, otros susceptibles de estarlo— que ocasionalmente atracan en la zona. A todo esto se suma el cada vez más presente polvo sahariano, que añade una capa más a la ya cargada atmósfera.

Todo esto ha provocado un deterioro ambiental palpable: humos persistentes, partículas en suspensión, malos olores, enfermedades respiratorias. Pero también ha producido algo más invisible, más difícil de medir, pero no menos real: una fatiga social, un desgaste emocional, una especie de resignación colectiva. Y si me fuerzan, incluso miedo. Miedo a opinar, a disentir, a cuestionar lo establecido. Por eso, hace unos días, cuando una señora manifestó su opinión en voz alta —es cierto que estábamos entre conocidos—, me faltó poco para aplaudirla. No tanto por estar de acuerdo, que también, sino por la valentía de decirlo públicamente.

La ciencia contemporánea ha empezado a confirmar lo que Cicerón, tal vez sin pretenderlo, insinuaba: que el entorno condiciona la mente. Que la calidad del aire influye en la calidad del pensamiento. Estudios recientes apuntan que la exposición prolongada a contaminantes afecta el desarrollo neurológico infantil, el bienestar emocional y la salud mental de los adultos. ¿Es casual, entonces, que en zonas como esta existan tantas dificultades estructurales para la educación, la participación ciudadana o la innovación cultural?

Sin embargo, la frase de Cicerón también puede leerse en clave simbólica. El "aire puro" no es solo el que respiramos con los pulmones, sino también el que respiramos con la mente. Es el entorno sano, abierto, luminoso, que permite pensar, cuestionar, imaginar. Y el "aire contaminado", por el contrario, puede representar la saturación de rutinas, de discursos empobrecidos, de un modo de vida que cierra caminos y anula posibilidades.

En este contexto, algunas reacciones sociales del pasado reciente ilustran bien esa falta de claridad. Son tan manifiestamente claras, que defender lo uno y lo otro, de la misma cuestión, evidencia una incoherencia que ya ni incomoda. Todo puede decirse. Todo puede defenderse. Incluso lo contradictorio, sin que ello provoque vergüenza ni duda.

¿Cómo pensar con sutileza cuando el horizonte está siempre cubierto de humo —literal y figuradamente—?

En nuestra vida cotidiana, a esta contaminación se suman otros elementos que generan tensión: la dificultad para moverse por la ciudad, los cortes de carretera mal gestionados, la falta de planificación urbanística, la escasez de espacios públicos bien pensados. Incluso en el ocio, a veces, domina un modelo de diversión basado en el exceso, el ruido, la evasión. Todo eso va cerrando el espacio para el pensamiento claro y profundo.

Por eso, tal vez, recuperar el aire sea también recuperar el pensamiento. La lucha ambiental no es solo ecológica, sino cultural. Es también una lucha por el derecho a imaginar otro futuro. A respirar con claridad, y con ello, a pensar con libertad.

Cicerón, sin saberlo, nos dejó una clave que aún resuena entre nosotros.


Comentarios

  1. Mucho más que un artículo.

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    1. Tienes razón, bastante más. Es un clarísimo ejemplo que algo está afectando.

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  2. Hasta la fecha, no he logrado averiguar el origen de la frase atribuida a Cicerón. La cita Johan J. Winckelmann en Historia del Arte de la Antigüedad, Pag.34

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  3. ¡Qué bueno!
    Pones una "lupa" a lo que te rodea y nos propones preguntas y respuestas a temas que en algunos casos nos pasan desapercibidos.
    Gracias Santi.

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    Respuestas
    1. Muy bien visto, es cierto, el tema es muy serio y no se puede aceptar como normal lo que no lo es. Se impone una reflexión. Muchas gracias por el buen comentario.

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