Ir al contenido principal

Un verano entre el presente y el pasado

 

Un verano entre el presente y el pasado


Playa del Cristo- Estepona



Frente a mí se extiende un amplio margen de pinos inclinados, de un verde intenso, que enmarcan un trozo de mar azul en este caluroso día de verano. Más cerca, una mariposa revolotea inquieta entre las escasas hojas de un geranio, quizá arrastrada por la suave brisa de levante. Esa misma brisa trae el murmullo lejano de miles de bañistas que, como un enjambre pacífico, se posan sobre la cálida arena dorada de la playa del Cristo. En su acceso, frondosas moreras de hojas grandes y dentadas proyectan sombras acogedoras.

Apenas unas horas antes, las ondulaciones del mar masajeaban mis piernas, justo por debajo de las rodillas, provocando un cosquilleo que —según dicen los entendidos— es ideal para la circulación. A mi alrededor, cuerpos esculpidos a base de gimnasio se exhiben sin pudor, muchos mostrando tatuajes en cualquier parte del cuerpo. Otros, sin necesidad de moldearse, pasean con naturalidad una belleza innata, cargada de juventud. También están los que viven su tercera edad, que disfrutan plenamente de todos los sentidos, y que a veces sienten una pizca de nostalgia al ver la energía ajena. Y, por supuesto, los niños, ajenos a todo, entregados al juego con arena y agua, como siempre, como en todas las generaciones.

En este escenario —forjado por la naturaleza y embellecido por la mano humana—, un grupo de jóvenes conversa animadamente, móvil en mano, quizá mostrando algún TikTok o mencionando las redes, con la cabeza hacia abajo y escuetos en sus expresiones. Sus bañadores, más coloridos y diversos que los de nuestra época, llaman la atención. Las calzonas son amplias, muy distintas a los modelos ajustados que usábamos; lucen cortes de pelo rapados hasta las orejas, y más arriba, un cabello corto, casi militar, que recuerda aquellos cortes obligatorios de la mili. Irónicamente, entonces deseábamos lo contrario: dejar crecer el pelo como forma de rebeldía. Me llama la atención que apenas si se tocan. En las chicas, las diferencias son aún más marcadas: pequeños triángulos de tela dejan amplias zonas al sol, revelando un tono ya moreno.

Cerca, otra escena me detiene. Un grupo de adolescentes charla entre risas, hasta que una de ellas se pone de pie con un gesto decidido. Un escorpión tatuado en su tobillo —recién hecho, a juzgar por el brillo del protector solar— capta mi atención. No debe tener más de diecisiete años. Camina hacia el agua con seguridad en los pasos, aunque su mirada revela cierta inquietud. Tal vez piensa en los exámenes. O quizá en ese chico que, a pocos metros, habla con otra. Me recuerda que esa mezcla de valentía y timidez no es nueva; también existía en mi tiempo. Solo ha cambiado el escenario.

Enseguida se le unen los demás. Uno se lanza de cabeza al mar, y los otros lo siguen entre risas y chapoteos. Las chicas se escurren el largo pelo mojado con ambas manos, mientras se ajustan con discreción sus prendas. Todo respira una libertad ligera, casi cinematográfica.

Mi observación se prolonga. Amplío la mirada, sin distinción, a todo lo que me rodea y un poco más allá. En estos entornos despreocupados, la observación se vuelve casi un estudio social. Resulta curioso cómo, más allá del país o del idioma, los patrones se repiten. Ellas suelen disfrutar del sol y del mar con serenidad: algunas con auriculares puestos, otras hojeando un libro, sabiendo extraer lo bueno del momento. No es una regla, pero sí una constante. Ellos, en cambio, tienden a buscar actividad: juegan con el balón en la orilla o con las raquetas, sin importar demasiado a quién molestan, incluso si hay niños cerca. A veces parece que intentan demostrar algo, como si estuvieran en una especie de escaparate. Lo más curioso es que ese comportamiento se extiende a adultos que, como en un reflejo tardío, imitan los gestos de la juventud. Lo que debería ser un lugar placentero se convierte, por momentos, en un escenario ruidoso e inquieto.

Mis ojos se adentran en el horizonte, dejando atrás estilizadas tablas de surf que sostienen figuras de piel morena brillante, embadurnadas de bronceadores de última generación. Quedan en el camino algunos llamativos yates, mientras unas ruidosas motos de agua surcan la superficie a toda velocidad. Mi mente se pierde y se confunde en la profundidad del espacio y del tiempo.

En aquella época, el concepto de vacaciones, descanso o disfrute del baño aún no estaba tan extendido. Ir a la playa formaba parte del escaso ocio familiar: un pequeño lujo reservado para los domingos o alguna festividad señalada. Para los niños, quizá suponía simplemente una alegría asociada a no ir a la escuela, o la señal de que quedaba poco para el verano. Pero nuestros entretenimientos eran otros: dedicábamos tiempo a prepararnos una caña o un chambel para pescar. Todo ensamblado de forma rústica: bastaba un trozo de tanza, un anzuelo, un pedazo de corcho y una pequeña caña corriente que nos acompañaba durante todo el verano.

A veces me pregunto cómo algo tan sencillo podía proporcionarnos tantas horas de dicha. Sentados sobre una piedra, con pan o queso como carnada —o alguna cabeza de sardina—, observar cómo se hundía el corcho era una emoción indescriptible. Y al tirar y ver aparecer una pequeña doncella o un bodión, resbaladizos, vibrantes de color, la alegría era pura, inenarrable. Los fondos marinos eran entonces claros, nítidos; se veían las algas, los peces y toda esa vida multicolor que hoy parece más lejana. Y si estabas junto a tu padre o algunos amigos, la experiencia adquiría una dimensión aún más profunda.

Las horas transcurrían lentas, eternas, mientras intentábamos despegar las grandes lapas pegadas a las rocas —esas sabrosas con sabor a mar— o recogíamos burgaíllos, seleccionando con paciencia los más grandes. A veces, con suerte, encontrábamos una caracola vacía y la acercábamos al oído para escuchar el rumor de las olas. Luego la pasábamos entre los amigos, compartiendo ese pequeño milagro sonoro.

La playa, nuestra playa del Tarajal era lugar de diversión, de salud y de encuentro. Las familias conversaban en calma, y no muy lejos había un secadero de volaores. Los pescadores regresaban al caer la tarde, en pequeñas barcas a remo. Tras sortear algunas rocas y aproximarse a la orilla, descargaban centenares de peces que, una vez limpios, ensartaban en cañas para dejarlos curar al sol. En Ceuta, esos volaores son —y siguen siendo— un bocado exquisito. En ese escenario, también era el lugar donde jugueteábamos en el agua con nuestras amigas, y siempre había una mano tendida para evitar una caída. Nunca hubo tantos muchachos tan corteses y amables.

El litoral de mi niñez estaba jalonado de rocas, y eso nos distraía: nos permitía nadar hasta ellas y lanzarnos de cabeza después. Hoy se prefieren las playas de arena fina, las visitas breves y volver a casa para comer. Entonces, el almuerzo era sagrado: tortilla de patatas, pimientos fritos y un buen trozo de sandía. En alguna ocasión, bastaba una buena sardina arenque. Aún puedo oler aquella mezcla de aceite y vinagre con la que nos embadurnábamos para protegernos del sol. Más adelante, casi de mayores, llegaron —o pudimos permitirnos— aquellas emblemáticas cajitas azules de Nivea.

Pasábamos horas en el agua, jugando con las cámaras negras de los vehículos, que convertíamos en improvisados flotadores. Luego, nos tumbábamos de cara a la grava, dejando que el calor del suelo nos reconfortara el cuerpo. Y, con suerte, sonaba alguna melodía en un transistor: Manolo Escobar con su Carro, Antonio Molina, El emigrante, o aquellos cantantes que tanto nos acompañaron. Nada que ver con los ritmos de reguetón y los zumbidos de percusión que hoy dominan el ambiente.

Una brisa marina me acaricia y me devuelve al presente. Me saca de esos pensamientos que, por momentos, me alivian. Miro el mar… y sigue siendo el mar. Las olas continúan su vaivén eterno. Mis pies se hunden en la orilla como antes. El murmullo de la gente no ha cesado. La belleza aún se pasea. Y el sol, generoso, sigue derramándose sobre todos nosotros, como si el tiempo no existiera.

Quizá no añoro tanto el pasado, como la forma en que lo vivíamos.


Imagen de la Playa del Tarajal (Ceuta) tomada hace algunos años.
En aquella época de mi infancia, el mar llegaba hasta el muro que se ve en la imagen, recorriendo una distancia de unos 50 metros desde el punto donde aparece el disco. Junto al muro había enormes bloques de hormigón que funcionaban como rompeolas. No existían aún las sombrillas que ahora se ven, y la grava era mucho más gruesa. Para nosotros, los niños, llegar hasta las piedras que se aprecian al fondo era toda una hazaña.

Comentarios

  1. El capítulo X de El Príncipe está listo; trata sobre las comunicaciones. Lo publicaré el lunes o martes. ¡Gracias por leer!

    ResponderEliminar
  2. Mariola De Sola Earle: Entrañable descripción de esas vivencias y tierna comparativa con el presente!!!👏👏

    ResponderEliminar
  3. Al final del baño quedaba subir la cuesta con la pesada cámara negra.

    ResponderEliminar
  4. Yo me acuerdo de la fabrica de galletas Cuetara que había entre el Tarajal y la Almadraba.

    ResponderEliminar
  5. Pepe Pozo. Buen articulo!! Haces que nos lleguen viejos recuerdos y se nos agite todos los sentimientos...

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias Pepe, creo que de eso se trata, es algo de evasión en un mundo tan acotado, porque los sentimientos son infinitos.

      Eliminar
  6. Santi, tu relato me ha transportado a mí infancia y los recuerdos se han agolpado en mi mente trayéndome imágenes y reviviendo momentos de felicidad.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Pues entonces me alegro de ser útil en ese camino. En un mundo tan agitado es bueno traer algo de sosiego. Gracias por leer. Abrazos.

      Eliminar
  7. Eduardo Gavilán
    Se podría extrapolar a otras ciudades al otro lado del estrecho como por ejemplo a La Línea que es de donde yo soy.
    Recuerdo como buscábamos la forma de jugar en la playa y divertirnos entrando de cabeza en las olas o haciendo mil piruetas para hacernos notar ante las niñas.
    Me has hecho retroceder en el tiempo y sobre todo en el pasaje de la pesca...recuerdo que con unos 10 años a finales de los 50...el chambel era un hilo con u alfiler doblado que me servía de anzuelo y el cebo un caracol.
    Maravilloso relato el tuyo Santiago que aunque siendo de Ceuta me recuerda mi infancia...un abrazo

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Claro, Eduardo, los comportamientos de este tipo suelen ser comunes. Las referencias actuales sirven para otro lugar. Gracias por leer.

      Eliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Más que pasteles: La historia de un lugar en el corazón de un pueblo

  Más que pasteles: La historia de un lugar en el corazón de un pueblo Deseo hablar de un gran negocio, de unos grandes profesionales, con una historia y trayectoria impecable. Han sido entrevistados innumerables veces y premiados otras tantas, son de fama reconocida y visitados desde toda la comarca. Sin embargo, continúo sintiendo la inquietud por contar, pero desconozco el qué. Dudo, como el niño que se aproxima a la vitrina y tiene que elegir uno de los dulces... Se siente observado por los adultos, y algo parecido experimento yo: un jubilado con su blog, una cámara de fotos al hombro, como si se tratara de un juego, un extraño entorpeciendo el desarrollo de un negocio. Pero observo. Observo a los clientes que esperan con paciencia en la fila, algunos charlan, otros miran con expectación las bandejas repletas de dulces. Es un ir y venir constante. Al principio, solo dos dependientes atienden con profesionalidad y calma. De pronto, son cinco. La cola se disuelve como por arte...

Balona: crónica de una tristeza anunciada

  Balona: crónica de una tristeza anunciada Gradas Estadio Municipal de La Línea Reconozco que el fútbol no me interesa más que en su aspecto histórico, algo de su aspecto deportivo y mucho de su influencia social. Por eso, quizá este escrito solo interesará a los menos. A aquellos que saben ver en un equipo de fútbol algo más que resultados. Y que saben también que perder partidos no siempre es lo más doloroso. A veces, lo que realmente duele es ver cómo se apaga el vínculo entre un club y su gente. En estos días, y especialmente después de la derrota en casa frente al Jerez, he conversado con personas que entienden de fútbol. Gente que ha seguido durante años a la Real Balompédica Linense, que ha vivido alegrías y frustraciones, y que ahora —dolorosamente— baja los brazos. Lo que me cuentan es desolador: que los jugadores, salvo un par de excepciones, no tienen el nivel; que han pasado tres entrenadores, lo que ya no permite culpar solo al banquillo; que el juego es tan pobre q...

La Línea: entre comercio y ocio

  La Línea: entre comercio y ocio El conflicto en torno al Mercado de Abastos de La Línea va más allá de tasas o metros cuadrados: refleja la encrucijada entre dos modelos de ciudad muy distintos. Un edificio necesario de rehabilitar He seguido con atención la trayectoria del mercado, no desde que comenzaron las obras de rehabilitación, sino mucho antes, casi desde sus comienzos. Históricamente parece que nació no con muy buenos signos, pero no me quiero desviar. Lo cierto es que, durante los años que lo conocí, no era un edificio que prestara unas condiciones adecuadas para el desarrollo de esas actividades. Su rehabilitación, por tanto, era una cuestión indiscutible. Dos razones enfrentadas Los acontecimientos posteriores, después de actualizar y revisar la información disponible, declaraciones escuchadas y publicadas, me llevan a pensar que las dos representaciones en litigio tienen razón. Cada una, con sus argumentos, expone verdades, y precisamente por eso se hace tan di...