Entre la Sencillez y la Solemnidad: Dos Vías hacia lo Divino en la Estética Pontificia
| San Pedro, pintura de El Greco |
No escribiría en clave comparativa entre dos pontífices si no existiera una razón más profunda que justificara esa elección. La sucesión de un Papa jesuita, como Francisco, por un Papa de espiritualidad agustiniana, como León XIV, constituye un hecho inédito en la historia de la Iglesia. Y no sería necesario señalarlo si no resultaran tan evidentes los dos caminos distintos —y complementarios— que encarnan para alcanzar a Dios.
Es como si la Providencia hubiese querido mostrarnos dos sendas hacia la misma cima: la una, austera y despojada, que se apoya en la cercanía cotidiana; la otra, revestida de signos visibles y tradición, que se apoya en la elevación del alma a través del símbolo. Ambas conducen al mismo lugar, como dos peregrinos que suben la colina bajo el sol del verano: uno lleva agua; el otro, una gorra. Ninguno está equivocado. Ambos saben lo que buscan.
La historia reciente de la Iglesia ha sido testigo de dos papas profundamente distintos en su expresión simbólica, pero unidos por una misma búsqueda de lo divino. Sus respectivos estilos no solo manifiestan preferencias personales, sino también teologías implícitas, pedagogías eclesiales y visiones sobre el papel de la Iglesia en el mundo.
Francisco: la espiritualidad ignaciana y la opción por la sencillez
Formado en la Compañía de Jesús, Francisco llegó al trono de Pedro con un carisma pastoral moldeado por los Ejercicios Espirituales de san Ignacio de Loyola, donde el "discernimiento" y la "encarnación" son centrales. Aunque la orden jesuita fue conocida por su compromiso con la excelencia educativa y, en ciertos contextos históricos, por su influencia visible en la arquitectura o el poder, Francisco optó conscientemente por despojarse de muchos signos externos de pompa:
Renunció al uso de la mozzetta roja, tradicional en las apariciones papales.
Eligió residir en la Casa Santa Marta en vez del Palacio Apostólico.
Privilegió la comunicación directa, los gestos espontáneos y el lenguaje llano.
Este despojamiento no fue antiestético, sino profundamente simbólico: un llamado a una Iglesia más cercana, menos clerical, "con olor a oveja". Era una estética al servicio de la pastoral.
León XIV: una espiritualidad agustiniana y la restauración de lo visible
En cambio, el Papa León XIV, de raíces agustinianas, parece caminar por otra vía simbólica. Si bien mantiene una actitud de cercanía y sencillez en su trato, ha restituido ciertos protocolos de la vestimenta y la liturgia papal:
Reintroducción de la mozzetta y de estolas bordadas.
Uso frecuente de la fascia y otros elementos tradicionales.
Celebraciones litúrgicas de mayor solemnidad visual.
Lejos de interpretarse como una marcha atrás o como vanidad, estos gestos pueden comprenderse como una afirmación de la necesidad de lo simbólico. En la visión agustiniana, el signo visible conduce al misterio invisible. El orden y la belleza en lo externo ayudan a levantar el alma hacia Dios.
Este sentido fue expresado con claridad en su primera homilía papal, cuando dijo: "Y esto no tanto gracias a la magnificencia de sus estructuras y a la grandiosidad de sus construcciones [...] sino por la santidad de sus miembros". Y añadió que la Iglesia debe ser "ciudad puesta sobre el monte [...] faro que ilumina las noches del mundo". La imagen es clara: solemnidad no por vanagloria, sino para iluminar.
Al mismo tiempo, no abandona la humildad: "Desaparecer para que permanezca Cristo, hacerse pequeño para que Él sea conocido y glorificado". Esta frase recoge el espíritu de Juan 3,30, y revela que la grandeza visible no es contradictoria con una espiritualidad profundamente centrada en Cristo.
Dos caminos hacia lo mismo: interioridad e iconografía
La tensión entre sencillez y solemnidad no es nueva en la historia de la Iglesia. Ya san Agustín se preguntaba por la relación entre la belleza exterior y la verdad interior. Y san Ignacio, por su parte, enseñaba a "hallar a Dios en todas las cosas", lo cual puede implicar también lo cotidiano, lo pobre, lo directo.
Francisco encarnó la vía de la interioridad evangélica hecha gesto pastoral; León XIV parece proponer la vía de la iconicidad y del lenguaje simbólico tradicional. Ambos, sin embargo, remiten a lo mismo: la presencia viva de Dios en su Iglesia.
Un signo reciente: las cofradías en Roma
Esta tensión entre interioridad y magnificencia también se refleja en la religiosidad popular, como en las cofradías españolas. Algunas desfilan en silencio, con austeridad penitencial; otras, en cambio, levantan tronos monumentales, desbordantes de luz, oro y flores. Ambas formas expresan lo mismo: devoción, identidad y búsqueda de Dios. Pero conviene no confundir la solemnidad con la exageración: una cosa es la belleza simbólica que eleva el alma, y otra muy distinta es caer en el esperpento. El peligro está en convertir lo sagrado, lo representativo en espectáculo, en hacer de las procesiones un carnaval vacío de trascendencia.
En mayo de 2025, Roma fue testigo de un hecho inédito: la Gran Procesión del Jubileo de las Cofradías. Entre los pasos que recorrieron las calles cercanas al Coliseo estaban el Cristo de la Expiración del Cachorro (Sevilla), la Esperanza de Málaga y el Nazareno de León, junto a otras imágenes profundamente veneradas como Le Devot Christ de Perpiñán. Esta muestra de fe popular trasladada al corazón de la cristiandad fue más que un gesto folklórico: fue la afirmación de que el alma del pueblo también tiene derecho a subir a los altares mayores.
Como en el caso de León XIV, no se trató de ostentación vacía, sino de una pedagogía sensible: una belleza que eleva, que narra, que conmueve. Una estética que enseña, en paralelo a la palabra. El corazón popular y la solemnidad eclesial se encontraron, como si Roma —por un día— hablase andaluz y catalán, en incienso y bordado.
Consecuencias para el futuro: leer las decisiones visibles
La estética papal, aunque aparentemente superficial, es una ventana al alma del pontificado. Las decisiones sobre la vestimenta, la arquitectura litúrgica, el lenguaje protocolar, son expresiones de una visión del mundo y de la Iglesia. No son neutras. Observar estas decisiones permite anticipar acentos:
Una Iglesia en salida, profética, itinerante.
O una Iglesia que ilumina desde la tradición, que catequiza también con el esplendor.
Ambas dimensiones son necesarias. Como enseña san Agustín: "dos amores han construido dos ciudades". Pero ambas ciudades se encuentran en la cruz: la del Dios que se despoja, y la del Rey glorioso. En este equilibrio tenso pero fecundo, la Iglesia sigue caminando.
Conclusión
No se trata de elegir entre Francisco o León XIV, entre el interior y el exterior, sino de comprender que la revelación pasa por ambos. Dios habla en el murmullo de una palabra sencilla y en el estruendo de una catedral. Quien sepa leer las vestiduras del Papa, leerá también su corazón. Y quizá, con gracia, algo del corazón de Dios.
Nota:Nota: Por razones de uso restringido, no se incluye aquí la imagen del Santo Padre, aunque esta ha sido difundida públicamente por el Vaticano.
Buenísimo. Gracias
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