En Los Barrios: vida sencilla, belleza callada
| Bonito símbolo de las cruces de mayo en calle Cervantes-Los Barrios | 
Disfruto de una primavera viva, generosa, que se manifiesta sin alardes pero con una alegría contenida. El cielo, claro y tranquilo, dibuja una única nube como si el día pensara en voz baja. El aire, casi imperceptible, roza la piel con una caricia ligera. Las zonas ajardinadas, aún frescas por lluvias recientes, exhiben tonos cálidos sobre un verdor joven, como si el suelo despertara de un sueño húmedo. En el camino, algunas jóvenes avanzan en dirección contraria, con paso firme y tranquilo, hacia el gimnasio o tal vez hacia una caminata por la ribera; su andar parece celebrar una belleza que no busca ser mirada, sino sentida, fortalecida por la rutina y la naturaleza.
En los Barrios, no hace falta abandonar el núcleo urbano para sumergirse en el paisaje. Aquí, el pueblo respira sin prisas, y los parques se infiltran entre las casas como arterias verdes que oxigenan la cotidianidad. Las viviendas, modestas y de baja altura, se tienden la mano en calles estrechas donde jazmines, limoneros y nísperos asoman tímidamente, conservando el encanto de una época que aún murmura.
Es este un cuerpo urbano con alma, vigoroso, compuesto por órganos vitales que bullen de vida e historia. Cada rincón puede ser semilla de inspiración para espíritus curiosos: pintores, poetas, botánicos, arqueólogos, filósofos. Aquí no hay tronos que disputarse ni escenarios de grandes gestos; solo una voluntad sencilla de vivir y dejar vivir, que, sin alardes, nutre a una comunidad abierta al crecimiento.
Con estas ideas me aproximo a mi destino: la calle Cervantes, de la que hice mención días atrás. Hoy la recorro con sosiego, buscando que el lugar me hable, que sus objetos y silencios me ayuden a ordenar los pensamientos.
La calle Cervantes, dedicada al insigne autor del Quijote, asciende suavemente desde la calle Alcaria, trazando un eje norte que parte como una línea de fuga entre el tiempo y el terreno. De ella se desprenden otras dos: la calle Alta, a la izquierda, que desciende con brío, y la calle de la Cruz, a la derecha, más contenida. Entre las tres, es Cervantes la más larga, jalonada por casitas blancas de una o dos plantas que parecen alinearse como versos blancos.
Imagino este asentamiento en sus albores, cuando desde esta loma se divisaba con claridad la otra colina donde se asienta la iglesia de San Isidro Labrador. Entre ambas, casi puedo ver correr un arroyo que alimentaba huertas humildes, donde la vida florecía entre surcos y plegarias. Una estampa que haría detener el pincel de cualquier paisajista.
Hoy, las construcciones han cubierto ambas elevaciones, pero la memoria permanece. Mientras avanzaba, me sorprendió encontrar balcones, ventanas y portales adornados con la tradicional cruz de mayo: flores rojas, azules, rosas, algunas de papel, otras frescas. Esta festividad, que hunde sus raíces en el hallazgo de la cruz por Santa Elena en el siglo IV, ha evolucionado con los siglos: de rito cristiano a celebración popular, hasta convertirse hoy en una fiesta donde la religiosidad convive con la estética y la identidad cultural.
Más allá de credos, lo interpreto como un símbolo que embellece al pueblo y a sus gentes, una flor viva que crece en las manos del tiempo. Ojalá no se marchite, sino que eche nuevas raíces con cada generación.
Una de las calles adyacentes, como dije antes, es la calle de la Cruz. Su nombre no es gratuito: al recorrerla, se abre una pequeña plaza donde se alza un monolito de mampostería coronado por una cruz de hierro. Dos árboles, cuidados con mimo, lo escoltan. La estructura, de aspecto antiguo, me intriga. Me propongo investigarla en los días venideros, como quien desenreda un hilo de historia.
Desde ese mismo punto, bastan unos pasos para alcanzar la plaza de las Marojas, un rincón apacible que parece detenido en un suspiro. Bajo una marquesina de madera, algunos bancos de hierro reciben la sombra de flores violetas que invitan al descanso y a la contemplación. Es un lugar para escribir, para pensar, para sentir que el tiempo se amansa.
Concluyo estas líneas con la sensación de haber recibido algo más que imágenes: he recogido fragmentos de armonía, destellos de historia y belleza, ecos del alma de un pueblo. Caminar en soledad me ha ofrecido un diálogo íntimo con el entorno. Y en ese diálogo, nace la esperanza de que siempre, en cualquier lugar, es posible iniciar un nuevo camino.
| Plaza Las Marojas Monolito de la Cruz en Plaza de la Cruz  | 
Cruces en calle Cervantes
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