Colores que hablan: Exposición de arte contemporáneo en Los Barrios

De izqda. a derecha: Cristina Tacea, Carlos Torres, Mileny González y Álvaro Costa 
Aunque parezca increíble en estos tiempos, tengo un reloj con 50 años de antigüedad. A veces es el que uso para guiarme, aunque no siempre tengo en cuenta que, a su edad, ya retrasa bastante. Lo que debía ser un paseo sosegado, al darme cuenta de la hora real, se convirtió en un paso ligero —casi como el de la Legión en los desfiles—, callejeando para tratar de ahorrar unos metros. Pero incluso en esas circunstancias, siempre hay algo positivo, como haber pasado por la calle Cervantes, de la que hablaré en otra ocasión.
A las seis de la tarde se celebraba la inauguración de la
exposición de arte contemporáneo en la Casa Urrutia de Los Barrios,
con la presencia del concejal de Cultura, Carlos Torres, y de los
tres artistas, con intervenciones precisas y acertadas, ante un
numeroso público.
Cada vez acudo con más ilusión a las
actividades culturales y deportivas de este pueblo. La sencillez en
los planteamientos, la naturalidad en el trato y el fomento
espontáneo de la interrelación me entusiasman. Es como un puzle en
el que cada pieza encaja perfectamente.
Esta conexión —hecha de presencia y palabras— me compromete con aquellos amigos que me piden que les cuente lo que veo. Así que, mientras los autores conversaban con los asistentes, copa en mano y acompañados de un exquisito aperitivo, me dediqué a recorrer la sala. Más que mirar, observé detenidamente y estudié con calma cada obra de estos destacados artistas.
Álvaro Jiménez Costa
De
nacionalidad británico-portuguesa, Álvaro Jiménez Costa es un
artista de formación multidisciplinar que cultiva las artes
plásticas con una visión enfocada en las infinitas posibilidades de
la creatividad humana y en la fuerza de la belleza como concepto
abstracto.
Su dominio técnico es impresionante: trabaja con
hasta quince disciplinas distintas, que incluyen pintura en diversas
técnicas, fotografía (tanto antigua como contemporánea),
escultura, ebanistería, torneado, maquetismo, carpintería —en
varias de sus ramas—, talla, albañilería, trabajos con resina
epoxi, cristalería, carpintería de aluminio y diversas formas de
manualidades. Su versatilidad se manifiesta en cada proyecto que
emprende.
Especialmente destacado es su trabajo como maquetista,
donde ha alcanzado reconocimiento nacional. La Asociación de Peritos
Tasadores de Barcelona lo ha distinguido como artista de gran
prestigio. Un ejemplo de ello es su maqueta del Vitoria Stadium,
valorada y visada en 360.000 €.
Entre
sus obras expuestas, me detuve especialmente ante la de los caballos,
en la que percibo una combinación admirable de pureza, fuerza y
libertad. El blanco impecable de los animales parece evocar el rugido
del agua al caer y un paisaje agreste de piedras, generando una
poderosa metáfora visual. En ella, el artista une con naturalidad lo
salvaje con lo espiritual, lo físico con lo simbólico.
Es una
obra donde el silencio visual se convierte en metáfora del rugido
del agua y del alma. Parece hablarnos desde un lugar de memoria
emocional, donde el tiempo se ralentiza y lo cotidiano se vuelve
sagrado. 
Segunda obra
En el centro, una niña —vestida de blanco, símbolo de inocencia— observa atenta el pequeño jardín a sus pies, mientras, a lo lejos, un niño y un hombre (quizás el padre) caminan entre árboles que acompañan la escena como testigos silenciosos.
El paisaje es una mezcla armónica de naturaleza y vida rural: árboles de copas coloridas, caminos de tierra, molinos y casas que evocan un entorno amable, cuidado, casi soñado. La luz del atardecer se despliega por el cielo con pinceladas cálidas, que terminan de envolverlo todo en una sensación de hogar, arraigo y ternura.
La obra nos invita a detenernos, a contemplar la belleza sencilla de lo esencial: la familia, el entorno natural, los vínculos humanos y ese instante puro donde la infancia se encuentra con el mundo.
Tercer lienzo
Frente a otra de sus obras, lo primero que impacta es la fuerza visual del color, que se despliega en manchas intensas y deliberadas sobre el rostro de una mujer. Su mirada directa, los labios entreabiertos y el juego de luces y sombras nos sitúan en un espacio donde la belleza no es pasiva ni decorativa, sino vibrante, desafiante y actual.
El fondo oscuro permite que los tonos eléctricos —rosas, verdes, azules, amarillos— resalten con intensidad, como si surgieran del interior del personaje.
Álvaro, que ya nos mostró su sensibilidad hacia la naturaleza y la fuerza animal en sus caballos, aquí se adentra en lo humano, lo contemporáneo y también lo femenino. Esta mujer no solo está pintada: habita el cuadro. Su presencia atrapa, conmueve y parece hablarnos sin palabras.
Mileny González
De
raíces cubanas y alma mediterránea, Mileny González nos acerca una
obra en la que la naturaleza, la espiritualidad y lo femenino se
entrelazan como hilos invisibles. Residente en Sitges —pueblo que
ha sabido preservar su esencia cultural—, ha logrado incorporar lo
sensorial del Caribe y la serenidad del Mediterráneo en una
expresión artística singular.
Su formación en la Universidad
de Ciencias Pedagógicas de Cuba, así como en la Academia de Arte
Nuria Corretge de Sitges, le permite abordar su obra con profundidad
técnica y conceptual. Le interesa lo esencial: el agua como símbolo
vital, la mitología como memoria colectiva y la feminidad como
experiencia espiritual.
Las creaciones de Mileny no buscan imponerse, sino invitar a una conexión más sutil con aquello que a menudo olvidamos: el pulso de la tierra, la voz ancestral, la sabiduría del cuerpo. Ha participado en múltiples exposiciones individuales y colectivas, y cada obra suya parece contener algo de rito, de espejo y de naturaleza viva.
En una de sus obras se percibe una profunda serenidad, como si el lienzo respirara en calma. La composición está impregnada de armonía natural, desde los colores que fluyen suavemente hasta los elementos que la artista elige con intención casi ritual. El agua —protagonista silenciosa— desciende en forma de cascada escalonada, como si nos guiara paso a paso hacia un espacio interior más luminoso y sereno. La vegetación, el cielo y los cuerpos femeninos que a veces emergen de su obra no imponen, sino que invitan a habitar lo sagrado del instante, ese lugar donde la belleza y la espiritualidad se funden sin palabras.
Segunda obra
En
otro de sus trabajos se aprecia una armonía cromática
cuidadosamente pensada. El azul intenso del cielo domina la parte
superior del lienzo, aportando una sensación de amplitud y frescura.
En la base, las hojas verdes de los gladiolos se alzan firmemente en
primer plano, creando un anclaje visual sólido.
El resto de los
tallos y flores se inclinan suavemente en distintas direcciones, como
si respondieran al ritmo de una brisa invisible. La artista utiliza
tonalidades sutiles de amarillo hasta llegar a un rojo claro, creando
un tránsito delicado de color que refuerza la sensación de vida en
equilibrio.
La composición transmite serenidad sin rigidez,
naturalidad sin desorden: una imagen donde la belleza florece desde
lo esencial.
Esta
tercera obra impresiona desde el primer instante. Tiene algo de
enigma, de acertijo visual. Uno intenta descifrar su significado,
pero no lo encuentra del todo —y, sin embargo, no importa—,
porque todo en ella invita a observar y dejarse llevar por la
belleza.
En el primer plano, un caballo blanco, aunque más bien
de un blanco roto, se presenta con un porte majestuoso. Sus pezuñas
no se ven: están cubiertas por unas piedras oscuras entre las que
asoma un verde profundo, casi musgoso. El caballo dirige su mirada
hacia una figura femenina que parece surgir del agua misma, como si
el mar la hubiera modelado. Es una mujer joven, de larga melena, con
un vestido ajustado y estilizado, ceñido en la cadera por un amplio
cinturón. Un chal fluye desde su cuello, dejando los hombros al
descubierto, acentuando su elegancia etérea.
Ambos —el
caballo y la mujer— están envueltos en la espuma del oleaje que
rompe en la orilla, y, sin embargo, hay espacio por delante, una
apertura que da aire a la escena, como si algo más fuera a entrar. A
su izquierda, una paloma blanca aporta un nuevo símbolo: paz,
espíritu o quizás un mensaje oculto.
El fondo del cuadro es de
un gris tormentoso, oscuro, surcado por líneas finas que recuerdan a
las vetas de los cuadros antiguos o al dibujo de ríos y arroyos en
un mapa secreto. Todo es contraste y, sin embargo, todo encaja. La
obra tiene ese poder de atrapar sin decirlo todo, de gustar sin
explicarse, como lo hacen los grandes silencios.
Cristina Tacea García
Sevillana
de nacimiento, criada en La Línea de la Concepción y actualmente
afincada en San Roque, Cristina Tacea es una artista que lleva el
arte en la sangre. Desde muy pequeña siguió los pasos de su abuelo,
Francisco García Anillo, reconocido pintor y maestro de Bellas Artes
en Sevilla.
Su obra encuentra en la naturaleza una fuente
inagotable de inspiración, a la que suma emociones intensas
relacionadas con el amor, los misterios de la vida y la profundidad
del alma humana.
Destaca por su versatilidad, sensibilidad y
constante búsqueda de nuevos lenguajes: utiliza materiales como la
madera, la piedra o incluso la música como acompañamiento para
realzar la experiencia de sus creaciones. Su extensa colección está
marcada por un uso del color que rebasa los límites de la imaginación.
Una de
sus obras nos sitúa en las más oscuras profundidades marinas, donde
reina un ambiente de misterio que no asusta, sino que enamora. Allí,
un buzo parece rendido a la magia del fondo: no puede desprenderse de
su escafandra, pero no es por necesidad, sino por deseo. Frente a él,
una figura femenina surgida del entorno, casi líquida, le da un beso
suave, mientras apoya su mano con ternura sobre su cuello,
parcialmente oculto.
El cabello de la mujer —largo y fluido—
se confunde con algas verdes que se mueven lentamente con la
corriente, sujetado por un pasador con forma de pez, un detalle más
que refuerza la fusión entre lo humano y lo marino, entre la
realidad y el mito.
Segundo lienzo
Esta
obra me atrae especialmente, no solo por su fuerza visual, sino
también por la profundidad simbólica que transmite. El elefante,
protagonista indiscutible, ha acompañado al ser humano a lo largo de
los siglos, desempeñando innumerables funciones: desde su presencia
en conflictos bélicos hasta su uso en tareas de enorme esfuerzo
físico.
Quizás esa carga histórica esté representada por el
fondo negro, que evoca peso, dureza y solemnidad. El animal aparece
en tonos de gris, celeste y azul, que suavizan su presencia pero
también acentúan su melancolía.
Su mirada, inexpresiva y
levemente triste, parece hablarnos de una larga historia de
sometimiento y resiliencia.
Pero la artista no se queda solo en la fuerza y la solemnidad.
También nos muestra el lado lúdico y vital del elefante,
representado por el chorro de agua blanca que lanza desde su trompa.
Ese gesto espontáneo, casi infantil, se contrapone a la seriedad del
entorno.
Además, uno de sus pies pisa un charco, del cual emergen salpicaduras multicolores que se elevan como llamaradas por encima del cuerpo del animal. Es un estallido de color y energía que parece romper la oscuridad, una celebración inesperada en medio de la gravedad.
Tercer lienzo
Me he
decidido por esta tercera obra, movido por varios aspectos que, a mi
entender, dialogan con la visión artística de su autora. La artista
ha logrado idealizar al felino más grande y temido del planeta,
transformándolo casi en una figura tierna, cercana, incluso
peluchesca.
Lejos de transmitir amenaza, su expresión dulce
despierta simpatía. Sus ojos irradian ternura, y la elección
cromática de su rostro ha sido cuidadosamente pensada para sostener
esa imagen apacible: el blanco que rodea sus ojos, el rojo apagado
que se extiende desde el rostro hacia las orejas y la frente,
fundiéndose con un pelaje beige y anaranjado.
Las rayas negras,
características de su especie, están ahí para recordarnos su
verdadera identidad, aunque tratadas con delicadeza.
Y en la
composición no faltan elementos que insinúan su hábitat y
naturaleza: algunas ramas verdes en la parte inferior izquierda y
superior derecha nos sugieren la presencia de la selva, recordándonos
que, pese a su aparente calma, el tigre sigue siendo un ser salvaje,
siempre al acecho.
Esta
exposición reúne una selección de obras que son el vivo testimonio
de la sensibilidad, el talento y la diversidad creativa de sus
autores. Cada lienzo es una ventana a un universo particular: desde
la fuerza y la belleza de la naturaleza, pasando por la
espiritualidad y la emoción humana, hasta las composiciones más
modernas y simbólicas, que invitan a la reflexión y al asombro.
Los
artistas aquí representados comparten una capacidad extraordinaria
para transformar materia en emoción, color en mensaje, técnica en
poesía visual.
Es una muestra vibrante, de alta calidad, donde
se funden lo clásico y lo contemporáneo, lo íntimo y lo universal.
Una ocasión única para dejarse llevar por la belleza y el
pensamiento, y disfrutar de un paseo artístico inolvidable.
Una
invitación abierta a todos los que deseen emocionarse con el arte y
conocer a creadores que merecen ser descubiertos y reconocidos.
Lo cuentas que apetece ir. Lo visitaré. Gracias.
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