La escuela florecida
Una visita a un lugar que revive gracias al esfuerzo compartido. A veces, basta detenerse a mirar para descubrir que la belleza también brota del trabajo silencioso, de la unión sincera y del paso del tiempo que no borra, sino que transforma.
De camino hacia la Polvorilla, invitado por mi amigo Andrés, observaba la frondosidad del campo, despertado en primavera y agraciado por las generosas lluvias. El tapiz de colores me hizo sentir un deseo irrefrenable de empaparme de su olor y su luz. Allí comenzaban a brotar las sencillas amapolas rojas, lilas, rosas; las familiares margaritas con su peculiar olor a niñez y sedosos pétalos; los esbeltos gladiolos de tulipas blancas con su estigma amarillo, como una pequeña espada. Y entre todos ellos, la zanahoria silvestre.
Cerca de mi destino, las aguas corrían despacio hacia el embalse, como jugando entre los numerosos obstáculos del arroyo, mientras susurraban un murmullo de risas. Algunos animales disfrutaban en las orillas de la hierba reciente y fresca.
Una estampa parecida debieron de contemplar aquellos niños que llegaban desde los cortijos y ventas cercanos: Casa Martín, El Tercio, Sánchez… incluso aquellos que necesitaban levantarse de madrugada para llegar a tiempo, ilusionados con sus maletas: Chorro Granado, Las Lagunillas, Las Presillas y muchos más. Aunque en invierno no fuera tan agradable realizar esos recorridos encharcados y embarrados, estoy convencido de que la memoria de aquellos niños ha guardado para siempre las escenas más bellas.
Frente al edificio me detengo y observo el trasiego de hombres, cada uno entregado a su cometido: en el exterior, la hormigonera gira con el sonido de la arena rozando las paredes; la carretilla espera su carga, mientras otros, en los andamios, levantan y repellan muros. Las paredes exteriores adquieren un blanco extraordinario bajo el paso del rodillo y del delicado pincel. Entre el grupo se nota la mano de algunos profesionales; otros lo disimulan con una enorme voluntad. Es como si todos aspiraran a un mismo puesto vacante, y se sintieran evaluados.
Mientras observo, fotografío y reflexiono, me pregunto por qué, a veces, la condición humana funciona de otro modo, sencillamente más humana. Y esa “fracesilla” —como decimos a veces para justificar la malicia— bien pudiera quedarse recluida más a menudo. Tampoco sería malo eludir el exceso de fantasía y acercarnos más a la realidad, esa que nos une por fines nobles, con solidaridad y empeño.
No necesito haber vivido en el lugar ni pertenecido a esta comunidad para sentirlo y vivirlo, para ofrecer mi colaboración si se precisa. Me aparto unos metros para tener una panorámica y, desde enfrente, observo en silencio. Poco a poco, después de un breve receso para un café, todos retoman la labor. Es poco el tiempo que resta antes de que desaparezca la luz natural, y aún queda mucho por hacer.
Mantengo la misma posición. El sol comienza a bajar su intensidad, inundando de tonos ocres la escena. Los voluntarios se mueven con dinamismo y alegría. Parece como si quisieran habilitar la escuela pronto, como si esperaran la llegada del próximo curso. Hablan de rejas y pupitres originales que se restauran, de cuadros, de mapas etnográficos, de muchas cosas más.
| Flor de zanahoria silvestre | 
Y en ese momento, puedo advertir a cada niño que asoma detrás de esos hombres grandes, y me sigo preguntando… Imagino a cada uno llegando al colegio. Veo sus caras, sus pantalones cortos, sus botas de agua. Uno se acerca, trae en la mano una ramita y me la ofrece. La tomo y la huelo. Él cruza el camino y entra en el colegio. La observo con detenimiento: es una flor blanca de la zanahoria silvestre, redonda y delicada, compuesta de pequeñas florecillas dispuestas en un círculo concéntrico, cada una unida por una ramita al mismo tallo central.
Miro hacia el lugar hacia el que el niño se dirigía y sonrío, mientras sostengo la flor entre mis manos. Una de esas pequeñas florecillas blancas pasaría desapercibida en el amplio campo, escondida entre tantos colores. Pero unidas, todas al mismo nivel, forman una flor más grande, redonda y vibrante. Ninguna destaca sobre otra, pero juntas se hacen visibles, fuertes, hermosas. Es la naturaleza la que habla así, sin estridencias, recordándonos que la verdadera belleza también nace de lo sencillo, de lo compartido, de lo que crece unido.
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Bonito reportaje y una escuela que por lo que se vislumbrar va a ser muy atractiva.
ResponderEliminarLa flor blanca en forma de paraguilla...la llamamos por aquí la flor de la mosca porque en el centro tiene como un botón negro parecido a una mosca.
Con esta obra no solamente arregláis un caserón , sino que al mismo tiempo reparáis un olvido , dándole a la Educación una nueva oportunidad para ofrecer a sus discípulos sus conocimientos en un recinto que veo va a volver a ser muy acogedor . Una gran labor en muy buenas manos . Asi da gusto animarse a aprender . Empeño y solidaridad , como bien menciona Santiago , dos de los grandes motores que mueven el mundo . REconstructores que lo hacéis posible , gracias .
ResponderEliminarGracias por tus palabras y aún más por tus visitas. Estas son las cosas que nos hacen creer en lo que hacemos. Un abrazo!
ResponderEliminarGracias por este bello comentario, me ha encantado la metáfora de la flor de la zanahoria.
ResponderEliminarPor un momento me has trasladado a esos días en la que la escuela rural estaba funcionando.
Soy voluntario y me congratula que nuestra labor esté calando en tantas personas.
Gracias por tu apoyo y por darnos visibilidad.
Estimado amigo, lo que estáis haciendo trasciende lo temporal. No se trata solo de mejorar una edificación, sino de un verdadero acto de solidaridad con toda la comunidad. Es un gesto que refuerza su historia, que inspira, que demuestra iniciativa. En definitiva, es un acto digno de ser tomado como ejemplo. Por tanto, gracias a vosotros.
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