Crónica del Toro Embolao
| Salida de uno de los toros | 
Sin saber si me encontraría con una fiesta o con una batalla disfrazada de tradición, llegué a Los Barrios a mediodía. El sol caía sin apuro y el aire, cargado de anticipación, olía a algo más que a primavera: olía a tierra agitada, a pólvora, a emoción retenida.
La calle ya había sido rendida a la causa. Cerrada al tráfico, lucía las conocidas vallas de plástico amarillas, como centinelas silenciosos que negaban el paso a los coches y permitían solo a los valientes y los curiosos. Más allá, flanqueando la avenida en su carril de servicio, se alzaban las vallas metálicas de postes color marrón y tubos grises de acero: una espina dorsal que marcaba el sendero sagrado del toro.
Aparqué cerca de mi destino y lo noté de inmediato: el ambiente respiraba otra cadencia. Más coches de lo habitual, los bares desbordados de risas, vasos y expectativas. Incluso un supermercado cercano exhibía su papel de actor secundario, con colas en la cajas que serpenteaban los estantes.
La espera y el ambiente previo
A eso de las cuatro de la tarde, el cielo todavía brillaba, aunque un viento inquieto jugueteaba entre las vallas como si también quisiera correr. Entonces, un estallido rompió el aire: un petardo. Seca, inesperada, la explosión sonó como el primer latido de algo grande. Pero no fue el único. Otros vinieron después, espaciados, erráticos, como si la fiesta se desperezara con pereza, jugando con la ansiedad de los que ya esperaban.
La gente comenzaba a concentrarse alrededor de la plaza, como si una marea invisible la empujara desde todas direcciones. Se dispersaban en pequeños grupos a lo largo del recorrido, buscando posiciones estratégicas, huecos entre las vallas, lugares donde los ojos pudieran ver y el alma contener la respiración.
Más arriba, en lo alto de la calle, un contenedor —abierto hacia el público— se erguía como un altar improvisado. A su lado, un camión atravesado cerraba el paso, recordando que en esta liturgia, todo espacio tiene su sentido.
| Momento antes de la salida del primer toro | 
El tiempo seguía su curso, pero la salida se retrasaba. A cambio, el número de personas aumentaba con cada minuto. El murmullo se volvía espeso, casi vibrante. Nuevas caras se sumaban al gentío, ojos ilusionados buscando un lugar donde posar la emoción. Jóvenes con camisetas de otras tierras, estampadas con nombres de pueblos que también sueltan toros, caminaban de un lado a otro como si calentaran los músculos y los nervios a la vez. Algunos estiraban las piernas. Otros se saludaban con palmadas en la espalda, como gladiadores antes del espectáculo.
De pronto, un sonido distinto cortó el aire: el tintineo de cencerros. Tres vaquillas aparecieron en escena como mensajeras del rito, anunciando con sus campanillas que la salida era inminente. Como si fueran flautistas silenciosas, sabían cómo llevar al toro hacia la plaza. Pero el tiempo pasaba… y ellas también se retiraron. El rumor creció como una ola: algo no estaba en orden. Decían que faltaba un permiso, que un papel retenía al animal más que las rejas.
Aun así, la energía no decayó. Expectación y nervios se entrelazaban en el aire. Grupos enteros se desplazaban hacia la plaza de toros. Algunos venían de lejos —se notaba en sus acentos, en sus mochilas—, y eran recibidos con un estruendo de petardos, cortesía del encargado de encender la pólvora. A la vez, el público lanzaba una sonora pitada, mezcla de protesta y rito: no contra nadie en particular, sino como para liberar la presión del momento contenido.
Y entonces, por fin, se abrió la pequeña puerta.
El toro apareció.
No era enorme, pero sí de buena estampa. Firme, ágil, como tallado para correr. Salió con fuerza y se lanzó tras los jóvenes que, con una mezcla de desafío y juego, lo llamaban, lo invitaban. Corrían delante de él como si estuvieran pactando una danza secreta.
Algunos vecinos, apoyados en las vallas, comentaban anécdotas pasadas. Historias que parecían salirles del bolsillo con la misma facilidad que el tabaco. Otros, simplemente, observaban al toro con asombro reverencial. No había gritos desmedidos, ni gestos bruscos. Solo una tensión compartida, como si todos supieran que el respeto es parte del espectáculo.
A lo largo del recorrido, los jóvenes se desplazaban con una mezcla de ligereza y cálculo. Los más experimentados sabían cuándo acercarse, cuándo llamar al toro, cuándo dejarlo pasar. No había contacto. No se tocaba al animal. Era un juego sin manos. Una especie de pacto tácito: tú corres, yo te sigo. Y así, tras unos minutos, se abrió una puerta más, los mozos con un jersey verde y una vara largas dirigieron la salida, el resto permanecieron casi como estatuas y comenzó la carrera hacia la plaza.
| Parte del recorrido | 
Corredores y toro atravesaron el último tramo como una ráfaga. El animal, con los músculos tensos y la mirada fija, cruzó bajo una nube de gritos, aplausos y adrenalina.
La plaza estaba llena hasta los bordes. Gente de todas las edades se apiñaba en las gradas, en las barandillas, incluso en los rincones donde apenas se veía. Allí dentro, el espectáculo continuaba, pero con un ritmo distinto. Más calmado, casi ceremonial.
Me sorprendió la forma en que se trataba al toro dentro del ruedo. Nadie lo tocaba. Nadie lo provocaba más de la cuenta. En cuanto mostraba señales de cansancio, el público silbaba al unísono, pidiendo que se lo devolviera al corral. No era un castigo, era una forma de cuidado. Un aplauso silencioso al animal por haber corrido.
| Primer toro en el interior de la plaza | 
Juan y el segundo toro
Siguiendo el mismo ritual, el segundo toro debía soltarse a las siete. Quedaba tiempo. En ese paréntesis encontré a Juan, un hombre de voz clara y piel curtida, lucía con orgullo un pañuelo de color verde como símbolo de pertenecer a la Peña del Toro, que esperaba con paciencia junto a la valla. Llevaba una gorra gastada y los ojos de quien ha visto muchos toros y muchas vidas pasar por esa misma calle.
—Antes todo esto era campo —me dijo, señalando con la barbilla la avenida asfaltada—. Un arroyo corría por aquí… y el primer toro salía desde la plaza de la Iglesia.
Lo escuché con atención. Tenía esa manera de hablar pausada, como si cada palabra pesara lo justo.
Me contó que allá por los años ochenta, cuando la tradición apenas se asentaba, solo se soltaba un toro. Que partía desde el corazón del pueblo, por la calle de La Plata, hacia una plaza portátil. Luego cambió: el punto de salida pasó a ser el antiguo matadero, en un llano donde la gente se amontonaba para verlo correr. Me hablaba de todo eso con una mezcla de orgullo y melancolía, como quien mira hacia atrás sin despegarse del presente.
—Y yo he corrido, ¿eh? —añadió con una sonrisa—. Como estos chavales de ahora. Me he llevado mis revolcones, algunos buenos… pero aquí estoy.
Tenía setenta y ocho años y aún no se perdía una salida. Lo dijo como si fuera una promesa hecha consigo mismo. No era solo espectador; era memoria viva de la tradición.
| Juan, situado en la barrera para ver el acontecimiento | 
Cuando vi que miraba la calle con más intensidad, entendí que deseaba encontrar su sitio para la inminente salida. No quise robarle más tiempo. Le di las gracias y me retiré unos pasos.
La puerta se abrió, sin ceremonia. El segundo toro salió con más ímpetu que el anterior. Era más corpulento, de pelaje marrón, con los pitones cortados. Su carrera fue breve, apenas un minuto de tensión concentrada. Dicen que debería haberse dejado más tiempo, que la gente esperaba más. Se comentaba en voz baja que un joven había sido alcanzado y trasladado al hospital.
El ambiente cambió un poco entonces. Una sombra leve se deslizó sobre las conversaciones, como si el riesgo, que hasta entonces era juego, recordara de golpe su filo real.
La mañana del domingo
La mañana del domingo amaneció con ráfagas de viento que arrastraban el fresco de la madrugada. Aun así, algunos corredores lucían camisetas de manga corta, como si el frío no tuviera permiso para entrar en la costumbre.
La calle se llenaba poco a poco, como si el día anterior no hubiera agotado a nadie. Volvían las voces, los pasos rápidos, las miradas buscando hueco en las vallas. Todo tomaba su lugar, como piezas que ya saben dónde encajar.
A la hora prevista, una cancela se elevó con lentitud, y desde su interior apareció el toro. Avanzó con cautela, como si estuviera midiendo la temperatura del aire. Su estampa era imponente, firme, con los cuernos adornados por dos bolas llamativas que relucían como joyas de guerra. Y entonces, sin previo aviso, aceleró. Su carrera fue tan rápida como silenciosa, y en pocos segundos la tensión volvió a apoderarse del asfalto.
El viento seguía soplando, pero ahora traía consigo unas gotas de lluvia dispersas. No llegó a ser un aguacero, apenas un aviso, pero fue suficiente para precipitar la entrada del toro hacia la plaza. Allí se repitió el protocolo: respeto, expectación, silbidos al cansancio.
El segundo toro salió a la una. También fue veloz, también fue fugaz. La lluvia parecía tener prisa, y el espectáculo cedió ante el cielo.
Para
finalizar, el domingo por la tarde, siguiendo con la tradición, tuvo
lugar el encierro infantil. Aunque una nube con cara de pocos amigos
merodeaba, cientos de niños y niñas se concentraron en el lugar
habitual, acompañados por dos toros simulados. Algunos, en un alarde
de valentía, usaban sus camisas como capa, agitándolas delante de
los toros para ser embestidos. Otros reían, gritaban y saltaban,
saludando a padres y abuelos mientras emprendían la carrera hacia el
coso taurino.
Fue
inolvidable ver esa oleada de niños corriendo en dirección a la
plaza, perseguidos por los toros, y riendo. Una vez dentro, siguieron
con los mismos juegos, como si el mundo entero fuera solo eso:
correr, reír y volver a empezar.
| Toro simulado entre chiquillos | 
El fin de semana ha quedado grabado no solo en fotos o vídeos, sino en el murmullo compartido de quienes lo vivieron. Una tradición que no se explica del todo: hay que verla, olerla, escucharla. Está hecha de pólvora, de pasos rápidos y de miradas que contienen más emoción que palabras.
Ahora sé que lo que vi fue una fiesta con historia, con un respeto palpable —hacia el animal, entre las personas, y hacia algo más profundo. Porque allí, en medio de las vallas y las voces, se movía algo más que un toro: una memoria viva, que cada año vuelve a correr.
| Toro simulado en el recorrido hacia la plaza | 
| Toro simulado | 
| Repartiendo regalos a los asistentes en la plaza de toros: vales de gasolina, entradas... | 
Me ha sorprendido gratamente el civismo, especialmente teniendo en cuenta la cantidad de gente que había.
ResponderEliminarPaco Santos: Hay tanta y buena literatura en su relato que se merece un lugar de honor en el escalafón de los escritores. El toro con un suave mugido, le da las gracias en nombre de toda su cabaña, mientras el público le aplaude emocionado.
ResponderEliminarCrónica insuperable
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