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El viaje de los recuerdos

 

El viaje de los recuerdos


Fotografía del autor

Siento una predilección por el uso de los transportes públicos, sobre todo en viajes de no muy larga duración, pero fundamentalmente lo uso, entre poblaciones del Campo de Gibraltar y la Costa del Sol. Las estaciones son el primer escaparate de las ciudades, un hecho incuestionable que parece no coincidir con el aspecto descuidado en la que me encuentro. Busco entre los aparcados el autobús que me trasladará a Los Barrios, mi nuevo destino y en poco tiempo mi residencia. Es temprano y apenas suben a bordo viajeros. Al llegar junto al conductor, uniformado y pulcro, con unas gafas de sol de montura moderna, me indica dónde escanear mi tarjeta bono, adquirida previamente pensando en un considerable ahorro. Me ilusiona ver cómo, al mostrar la credencial, el boleto se imprime al instante.

Camino por el estrecho pasillo con suelo enmoquetado, mirando a ambos lados, hasta que decido en qué lugar tomar asiento. Casi siempre lo hago junto a la ventana que me va a permitir mirar hacia el exterior, en esta ocasión como si fuera mi último viaje. El vehículo atraviesa despacio el gran portón metálico para incorporarse a la vía. Al pasar, observo la deteriorada plaza de Europa, en su momento radiante y bella, un poco más adelante el colegio de San Felipe, lugar en el que tantos años acudí para enseñar ajedrez. Recuerdo con cariño a mis alumnos: Alejandro, Pablo, Francisco, Roberto, Joaquín, Javier, Marcos, Gema, y tantos otros cuyos nombres se entrelazan con los logros de aquella época. Cada uno de ellos aportó su entusiasmo y dedicación, logrando títulos que llevaron el nombre de los colegios y de nuestra ciudad a lo más alto. Aún puedo visualizar sus rostros iluminados al alzar los trofeos en aquellos inolvidables Torneos Escolares hasta Internacionales, las Escuelas Deportivas florecían y las publicaciones en medios especializados del mundo llenaban de orgullo a la comunidad.

Mis ojos parpadean, como si intentaran disipar los recuerdos. Al mirar hacia la parte trasera, noto que apenas somos unos diez viajeros, como ya es habitual, casi todas con la cabeza baja observado el inseparable y amigo teléfono móvil. El conductor ha conectado la radio y las ondas transportan una suave melodía, en un tono bajo que se agradece.

Mientras el autobús sigue su ruta, el sol tiende su manto sobre el vehículo. Al mismo tiempo que me acomodo, pienso en lo diferente que pudo haber sido. Dentro de poco, aquella proposición que hice hace 50 años quedará incumplida.

El extenso mar azul en calma de la bahía, salpicada de innumerables barcos de todo tipo, en otros tiempos con fines y actitudes beligerantes, distrae mi atención por unos momentos, lo suficiente para percatarme que hemos traspasado el término municipal.

Medio siglo antes, cuando vi la bahía por primera vez tras mi destino, también el mar azul estaba en calma. La ciudad me recibió entonces con una calidez que aún puedo sentir. Recuerdo cómo la gente se saludaba por la calle, como si no hubiera desconocidos; la vida aquí parecía más sencilla, más humana. Los mercados bullían de actividad, las terrazas estaban llenas de conversaciones, y las personas te acogían con una familiaridad que te hacía sentir parte de algo.

A mis veinte años, la atención en bares y cafeterías era exquisita, ofrecida por profesionales de toda la vida. Había un arte en la hostelería que hoy parece perdido. En aquella época, la promoción de la ciudad era espontánea; su atractivo no necesitaba campañas, sino que se sustentaba en la cercanía y el carisma de su gente. Era una ciudad viva, un lugar donde todos parecían orgullosos de lo que tenían, aunque fuese humilde.

Con el tiempo, descubrí que la mayor riqueza de este lugar no estaba en el paisaje ni en los monumentos, sino en su gente. Personas dispuestas a compartir, a ayudar, a convivir. En sus gestos, parecía gritarse: ‘Esta es mi casa, pasa y te acompaño.’ Fue ese espíritu el que me atrapó.

Sin embargo, con los años, algo cambió. Las calles que antes resonaban con risas y charlas ahora parecen más frías. Las palabras humildes han sido reemplazadas por discursos vacíos; la falta de respeto se cuela en cualquier rincón. La historia de la ciudad se ha convertido en un arma de conveniencia, y las promesas de progreso no logran esconder la desconexión humana.

Aún queda un punto de consuelo: ese grupo de personas que resisten, conservando lo mejor de lo que este lugar fue. Hombres y mujeres que trabajan en silencio, merecedores de los más altos honores, aunque probablemente nunca sean reconocidos. Doña Carmen, con su pasión por preservar las historias de su pueblo; Eduardo, siempre dispuesto a ayudar; los nonagenarios Isidoro y Gaspar, ejemplos vivos de amor al arte y a la vida; y Carmen, la joven del servicio de limpieza, cuya meticulosa labor nos demuestra que la dignidad está en cada gesto cotidiano. No olvido tampoco a mi amigo Diego, con su saludo cálido en cada paseo, ni a Miguel, el entrañable trabajador cuyos productos navideños evocan un tiempo más entrañable. Ellos y otros simbolizan un pasado que todavía respira entre nosotros, recordándonos que la esencia de esta ciudad vive en su gente.

No sé si fue el tiempo, las circunstancias, o simplemente yo, pero lo que una vez me hizo quedarme ha ido desapareciendo poco a poco. Los lazos que tejí aquí ya no logran sostenerme. Y ahora, mientras el autobús me aleja de este lugar que tanto amé, no puedo evitar pensar en cómo los años transforman todo: la ciudad, sus gentes, y también a uno mismo. Me llevo los recuerdos, no como un equipaje pesado, sino como un refugio al que volver cuando la nostalgia lo reclame. Pensando que en el fondo, las ciudades no son más que espejos de quienes las habitamos.


Comentarios

  1. Entraste y dijiste con alegría y entusiasmo: '... nos ha devuelto nuestra identidad'. No quise empañar tu ilusión.

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  2. Sentida y entrañable reflexión, sabes con tu palabras despertar emociones y sentimientos que en mi caso pueden pasarme desapercibidos. Un abrazo.

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  3. comentario de Eduardo Gavilán: Sí Santiago hemos cambiado...no sólo tú te has dado cuenta...yo también llevo mucho tiempo observándolo...los tiempos van cambiando a las gentes...ahora todo se basa en el dinero...el querer se más que nadie...en buscar el protagonismo...ya esa amistad sincera que te pone triste cuando un amigo lo esta pasando mal o a alegrarte cuando es al contrario.
    Sí Santiago...es que hemos llegado a la situación que el ser normal ya resulta hasta casi imposible.
    Nos queda la tranquilidad que todavía los más antiguos de la ciudad todavía se resiste a no cambiar...a seguir hospitalarios y dispuestos a acoger...ayudar...y hacer lo que sea para que nuestra ciudad siga teniendo esa indiosincracia que siempre tuvimos.
    Quiero darte las gracias por mencionarme en tu acertado artículo...un abrazo.

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  4. Reproduzco los comentarios que por alguna razón que desconocemos, los autores no logran insertarlos en la página debido a algún error. Con el fin de su publicación me lo envían por otros medios.

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  5. Los espejos de Luces de Bohemia , cóncavos y convexos , inspiradores de Don Ramon ,
    esos que devuelven la imagen deformada , me los has recordado con tu último párrafo. Cuando lo reflejado se interpreta y acepta como real , mal anda la cosa . Mi familia es de sexta generación de linenses , diez y nueve , veinte y este XXI . Los recuerdos los agitan la nostalgia , que usada sin abusos nos procura placer al traernos a la memoria momentos alegres , vividos en plenitud . Si la distancia es corta el olvido no debe ser largo . En tu hemisecular periplo por estos pagos tuve la suerte de haberte conocido ya metidos en el 2022 . Hubiese preferido que hubiese sido mucho antes , pero el destino marca los tiempos . Cuando nuestra cuna de los sueños reclame mecerla le brindarás tu mano , lo se .

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  6. Demasiada ingratitud para tanta entrega

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