El Encanto Perdido de las Celebraciones Tradicionales: Un Vistazo Nostálgico a los Domingos Rocieros de Ayer
El Encanto Perdido de las Celebraciones Tradicionales: Un Vistazo Nostálgico a los Domingos Rocieros de Ayer
A veces me resulta incomprensible ese fervor por importar festividades, sin importar la razón detrás de ello, que conlleva grandes movimientos de personas. No estoy en contra de las celebraciones tradicionales y su diversión, aquellas que tienen profundas raíces en nuestra historia y que, en la mayoría de los casos, poseen un propósito claro.
Existen dos ejemplos que podemos considerar sin temor a equivocarnos. En esta ocasión, dejaremos de lado la cuestión histórica para enfocarnos en su relevancia. El primer caso que deseo mencionar se remonta a la década de 1920 y fue una festividad que obtuvo un gran éxito. Consistía en adornar carrozas con flores, y la competencia por tener la más hermosa era evidente. Es plausible imaginar que esta tradición surgió debido a la abundante producción de flores en las numerosas huertas del Zabal. Si este fue el caso, nuevamente se destaca el sentido común, ya que esto generaba empleo y oportunidades. No es necesario enfatizar que, con el tiempo, esta tradición se fue desvaneciendo, al igual que la producción de flores en nuestras queridas huertas.
El segundo evento del que les hablaré es más conocido, ya que ha perdurado hasta nuestros días, aunque de una manera tan desvirtuada que apenas se asemeja a lo que fue en su origen. No deseo acompañar este artículo con fotografías, pues estas solo satisfarían nuestros sentidos, de la misma forma que sucede con la celebración actual. Mi intención es que mantengan esta imagen en sus corazones y que rescaten la imagen que correspondía a los años setenta, tal como lo recuerdo.
Aquel Domingo Rociero era una belleza en sí mismo, un derroche de esplendor, humanidad y camaradería. Era un “bienvenido a mi pueblo”. La calle Real era el epicentro de la celebración, pero se extendía a otras áreas, incluso a algunas familias en las barriadas. Desde primeras horas de la mañana, las numerosas familias de La Línea ocupaban sus lugares tradicionales de otros años. Colocaban mesas con platos, jamón, chacinas y una bota de vino. Los transeúntes pasaban y estos amables anfitriones ofrecían generosamente lo que tenían. La música sonaba, generalmente sevillanas, mientras toda la calle Real se iluminaba con hileras de farolillos. Se formaban grupos de hermosas jóvenes vestidas con los característicos trajes de volantes en colores celestes, amarillos, blancos, rojos o con lunares. Bailaban con una gracia que parecía sacada de una postal, y de vez en cuando, algún espontáneo se unía a esas sonrisas radiantes que llevaban con destreza esas llamativas peinetas. Era un espectáculo lleno de luz y alegría. Tras la cuarta sevillana, se tomaba un respiro y un sorbo de ese vino, mitad blanco y mitad dulce, contenido en esas botas curtidas con los años, que le otorgaba un sabor único a cada una. Era un regalo para lo más profundo de nuestro ser. Los apretones de mano y las miradas eran continuos, algunas perdidas y otras buscadas. La fiesta se prolongaba hasta la tarde y la alegría no disminuía. No recuerdo incidentes, gestos desagradables ni provocaciones. No se requería la intervención de la seguridad. Sin embargo, después de cincuenta años, lo que permanece grabado en lo más profundo de mi ser es la maravillosa armonía que proporcionaban aquellas familias: abuelos, padres, hijos e hijas.
Sin ninguna intención de dedicar ni una sola línea a la festividad actual, prefiero aferrarme al recuerdo de tiempos pasados. Especialmente, me gusta pensar que las personas que conocí en aquellos días eran portadoras de virtudes arraigadas en su herencia ancestral, las cuales hicieron que este lugar fuera realmente excepcional, un recuerdo que llevaré conmigo hasta el final de mis días.
Lo que alguna vez ostentó el título de la mejor fiesta del mundo, lamentablemente, ha perdido su brillo y ha descendido a la mediocridad. Los organizadores, los asistentes y toda la comunidad en general deberían reflexionar sobre cómo recuperar la gloria perdida y devolver a esta celebración el esplendor que merece.
¡Feliz Feria 2024!
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