CINCO MIL TURPIALES ROJOS
Jaime López-Chicheri DabánVoy a remontarme unos años atrás para contarles truculentas historias que aisladamente pudieran pasar inadvertidas pero que, vistas en su conjunto, son extraordinariamente sorprendentes.
Durante los últimos días de 2010 y los primeros de 2011, los medios se entretuvieron unos días publicando y divagando con ciertos sucesos de aparentes “suicidios” colectivos de animales, sobre todo aves y peces.
La reseña, breve, de aquellos sucesos es la siguiente:
Arkansas (EEUU), diciembre 2010. Casi un millón de peces aparecen muertos, flotando en el río Arkansas.
Maryland (EEUU), diciembre 2010. Centenares de aves halladas muertas.
Arkansas (EEUU), enero 2011. Unos 5.000 turpiales rojos (mirlos de ala roja) caen del cielo, ya sin vida, y aparecen muertos en el suelo. (Se da la circunstancia adicional de que, según un informe preparado por la GRU para Putin, uno de los mayores expertos de los Estados Unidos en armas biológicas y químicas fue brutalmente asesinado, después de amenazar con exponer públicamente que fue el gas venenoso de una prueba Militar de los EEUU el causante de estas muertes).
Luisiana (EEUU), enero 2011. Unos 500 pájaros, en su mayoría mirlos y estorninos, se desploman del cielo y mueren; o viceversa, mueren y se desploman.
Falkoping (Suecia), enero 2011. Varios centenares de grajillas caen del cielo sin vida.
La concatenación de estos hechos y su coincidencia en lugares y tiempo inflamaron la imaginación de muchos, deseosos de encontrar señales naturales o sobrenaturales, humanas o demoníacas, que pudieran indicar un cambio de ciclo, una ruptura –no alianza– de civilizaciones o, quizá, el fin de este mundo. Cualquiera de estas cosas merecería constituir la guinda lógica a un año de tan profundas crisis sociales y económicas y con tan graves desastres naturales como fue aquel 2010.
Para muchos, el Apocalipsis, el juicio final, el fin del mundo se acercaba. Para otros, se trataba, simplemente, de experimentos químicos de alguna de las potencias que controlan el mundo. ¿De qué, si no, van a caer tantos pájaros del cielo o morir de golpe tantos cientos de miles de pescados? O se trata de suicidios colectivos, que vaya usted a saber que significan, o es cuestión de armas tóxicas en pruebas. No hay otra.
A pocos parecía tranquilizar, siquiera interesar, las muy lógicas –a mí al menos así me lo parecieron– explicaciones de que la muerte de los peces obedeció a una epidemia que afectó solamente a la especie de los fallecidos o de que, en el caso de los pájaros, la causa indirecta fueron los estruendos nocturnos producidos por cohetería de fiestas, que espantaron a estas especies de aves diurnas haciéndolas volar de noche. Ese vuelo alocado, ciego y desordenado provocó –y es esta la causa directa– los impactos de las aves contra las estructuras urbanas y, al fin, su muerte colectiva.
este asunto de las muertes colectivas de animales me ha traído a la memoria el hecho de que, excepto que ésta –o la información que me llega– me falle, hace mucho que no suceden suicidios colectivos.
Porque suicidios (no accidentes o incidentes que provoquen la muerte) colectivos siempre han ocurrido. Voluntarios o provocados. He aquí un “inventario” de las últimas décadas:
Sharbish, Delta del Nilo, 1966. Los asnos de esta población toman la decisión de morir, golpeándose la cabeza con fuerza contra un pesado muro. Murieron docenas de ellos, con la cabeza destrozada.
Cayo Grassy, Florida (EEUU), 1969. Sesenta ballenas se suicidan estrellándose voluntariamente contra las rocas. Unos barcos guardacostas intentaron ahuyentarlas hacia alta mar, pero las ballenas regresaban al instante, movidas por un deseo de morir más fuerte que el de vivir. Similares acontecimientos de fallecimientos masivos de cetáceos suceden con frecuencia en lugares distintos y distantes como Playa de Isla de Guyo (Filipinas), Porto Alegre (Brasil), Stewart (New Zealand), Santiago de Compostela (España), Burela, Lugo (España), y muchos otros.
Regio Emilia (Italia), 1978. Por razones que no se pueden determinar, 200 ovejas deciden su suicidio colectivo emprendiendo ciega carrera. Como si obedecieran a una misteriosa voz de mando, abandonan la seguridad del prado para arrojarse a las aguas del río Crostolo y morir ahogadas. Otras 500 ovejas habían decidido morir de la misma manera unos años antes, arrojándose al rio Rin, en Chur (Suiza).
Irtich (Siberia). Cientos de miles de roedores que viven en cuevas subterráneas, al llegar el mes de mayo abandonan sus madrigueras y emprenden una larga peregrinación que dura cuatro meses. Caminan día y noche hasta alcanzar la Tunguska; atraviesan el río y siguen a la península de Taimyr, donde se lanzan a las frías aguas del océano Glaciar Ártico. Mueren todos, hasta el último. Se ignora por qué realizan estos seres un suicidio colectivo de tan enormes proporciones, que recuerda a los de los lemmings que se internan en el mar, frente a Noruega y terminan ahogándose.
Aves, asnos, ballenas, ovejas, roedores, … son suicidas colectivos relativamente habituales. Pero ¿qué pasa con los humanos? ¿Se han producido suicidios colectivos humanos?
Pues sí, bastantes. Veamos:
Jonestown (Guyana), 1978. 912 miembros de la secta del Templo del Pueblo –hombres, mujeres y niños– murieron en Guayana en una ceremonia de suicidio y de asesinato colectivos, dirigida por el «reverendo» Jim Jones, fundador norteamericano del movimiento.
Filipinas, 1985. Datu Mangayanon, Jefe de la tribu Ata de Mindanao, se suicida por envenenamiento junto con 60 miembros de la secta. Su objetivo, “ver la imagen de dios”.
Wakayama (Japón), 1986. Siete cuerpos femeninos, carbonizados como consecuencia de una decisión colectiva de suicidarse, fueron encontrados en la playa de Wakayama, al oeste de Japón.
Yongin (Corea), 1987. La sacerdotisa Parl Soon-Ja, de no sé qué secta, asesina o “suicida” por envenenamiento, además de a sus tres hijos, a otros 28 discípulos de su secta.
Waco, Texas (EEUU), 1993. El gurú de la secta de los Davinianos, escindida de la del Séptimo Día, se suicida junto con 80 seguidores.
Suiza, 1994. 48 miembros de la secta del Templo Solar fallecen calcinados, en la búsqueda de la esperanza de una pronta resurrección en un remoto paraíso más allá de nuestro sistema planetario. Su líder, Luc Jouret, les condujo, además de a la muerte, a adorar a «La gran logia blanca» de la estrella Sirio, de la que eran miembros unos supuestos maestros extraterrestres que habrían comunicado a la secta la base doctrinal que los condujo a terminar con sus propias vidas.
Canadá, 1994. Al día siguiente del suicidio colectivo de la secta del Templo Solar en Suiza, otros 26 miembros de la misma secta se quitan la vida.
California (EEUU), 1997. Marshall Applewhite, profeta lider de la secta Puerta del Cielo, se suicida, junto a otros 38 fanáticos, envenenándose con una mezcla de fenobarbital y pudín de manzana bañado en vodka.
Santa Cruz de Tenerife (España), 1998. la policía española impide en el último momento el suicidio colectivo de 32 personas de una peligrosa secta secreta que, convencidos de que se acercaba el fin del mundo y que solo ellos iban a sobrevivir a la catástrofe mediante el cumplimiento de un ritual suicida, decidieron “salvarse quitándose la vida”.
Kampala (Uganda), marzo 2000. Joseph Kibweteere, “profeta” católico de la secta Los Diez Mandamientos, organiza una fiesta con un número indeterminado de seguidores, tras la cual, y después de varias horas de entonar cánticos místicos se prenden fuego y fallecen.
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A propósito he conectado suicidios colectivos de animales y de seres humanos, también animales al fin. A pesar de que, según las teorías evolucionistas, todos –animales y hombres– procedemos de un origen común, mantenemos significativas diferencias físicas y, sobre todo, morales o intelectuales. Entre las físicas, destacan el andar erecto y, de ahí, la posición superior de la cabeza, el tamaño relativo del cerebro y la casi ausencia de pelo en el cuerpo. Entre las morales o intelectuales, las diferencias son más notables. Destacan en el hombre la conciencia, el lenguaje –verbal y escrito– complejo, la expresión y exteriorización de las emociones, la capacidad de elección al margen de los instintos, la de planificar, cultivar y recolectar. Y, en fin, todas esas virtudes y defectos humanos, que así se llaman porque sólo son patrimonio de los hombres: el amor y el odio, la nobleza y la vileza, la capacidad de apreciar la belleza y despreciar la fealdad, el agradecimiento y la venganza, la generosidad y la avaricia, la gula y la templanza, la lujuria y la castidad, la pereza y la diligencia, la ira y la paciencia, la envidia y la caridad, la soberbia y la humildad…Todas estas son facultades exclusivas del hombre.
Pero la muerte nos iguala a todos, hombres y animales aunque, según muchos dicen, tras aquella continúan las diferencias. El animal carece de alma y por tanto de esperanza tras la muerte, en tanto que, en el hombre, aquellas diferencias morales o intelectuales transformadas en alma, permiten que aquellos que creen vivan –o imaginen vivir, antes de morir-, la vida posterior a su muerte.
La muerte nos iguala. La búsqueda individual de la muerte –para quienes la buscan– nos diferencia. Porque pocos casos se conocen de suicidios individuales de animales y, por el contrario, muchos de hombres. La soledad, la depresión y la desesperanza son, probablemente, patrimonio del hombre, no del animal. Por eso, aquellos no se suicidan si no es en manada. Por eso, éstos, cuando se suicidan colectivamente, pierden su condición humana y adquieren la animal.
¿Cuál es el mecanismo, el proceso, que conduce al suicidio colectivo? No soy filósofo ni psicólogo, pero tengo la opinión, casi la seguridad, de que en el mecanismo psicológico que lleva al suicidio colectivo no interviene ni la desesperación ni la depresión ni la soledad. Ni el deshonor propio, ni razones de tipo material o ético que hagan que vivir resulte incompatible con vivir con mínima dignidad, a criterio del propio suicida. En ausencia de todo lo anterior, lo que hay es debilidad mental, manipulación e inducción por parte de un tercero –líder espiritual, gurú, profeta, hijodelagranputa-, hipnosis colectiva, falsa religión, esperanza de fantásticos nirvanas; en fin, vacuidad. Y, de resultas de todo ello, una completa anulación de las facultades intelectuales –de las facultades del alma– y de la propia voluntad. Aquellas facultades que, precisamente, constituyen la superioridad del hombre respecto del animal. El hombre involuciona y se convierte en animal.
Y por eso, incluso antes de haber pensado lo que iba a escribir, conecté suicidios colectivos de animales y de hombres. Porque no encuentro diferencias sustanciales entre los suicidios colectivos de las ballenas, ovejas o roedores y los del hombre. Quizá haya, por el contrario, una fundamental similitud. Todas las especies, incluso la humana, terminan quitándose la vida por miedo a una especie: por miedo, precisamente, al hombre.
O, como en el caso de los cinco mil mirlos o turpiales de ala roja, por causa del comportamiento humano. Porque los turpiales, ya quedó dicho, no se suicidaron.
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