Conocimiento o decadencia: elegir desde lo local
Han sido unos días memorables para mí, en cuanto a conversaciones y reencuentros con personas que veo a menudo y otras que hacía años no trataba. Lo sé porque el día ha brillado con una luz distinta, más cálida que la habitual. Hemos conversado mucho, recordado momentos compartidos y, mientras tanto, he terminado de adecuar el espacio que dedico al estudio. Lo hice colgando un cuadro que significa mucho: representa a quienes me dispensaron una esencia de cariño, mostraron constancia y apoyaron las buenas ideas. En mis pequeñas paredes solo cuelga una imagen de Ceuta y este entrañable regalo, con sus firmas en el reverso.
Entre los temas que surgieron en esas conversaciones —aunque suelen evitarse en lo cotidiano— apareció uno que considero esencial: el lugar que ocupa el conocimiento en nuestras comunidades. No hablo solo de títulos universitarios ni de eventos culturales. Me refiero a algo más profundo: una relación seria, cotidiana y natural con el saber, con el pensamiento crítico, con la creatividad.
En muchos municipios, la cultura parece una actividad residual. Algo que se usa para rellenar agendas, justificar presupuestos o tomarse una foto. Pero la cultura no es un entretenimiento ni una herramienta de promoción institucional. Es el alma de una comunidad. Y si no se cultiva con firmeza, lo que crece es la mediocridad, el clientelismo o el desinterés. Elementos siempre atentos al aprovechamiento propio, aunque yo prefiero llamarlos personas de buena voluntad.
No estamos hablando de teorías. Hay ejemplos concretos que demuestran lo contrario: cuando una sociedad apuesta de forma real por el conocimiento, cambia su destino.
El conocimiento como raíz del desarrollo
Israel, por ejemplo, es un país pequeño en población y joven en historia moderna, pero ha logrado convertirse en una referencia global en tecnología, ciencia, medicina y literatura. ¿La clave? Una cultura antigua donde el estudio era visto como un honor, no como una carga. Las familias humildes hacían esfuerzos inmensos para que al menos un hijo pudiera dedicarse al conocimiento. Hoy, Israel tiene más premios Nobel per cápita que casi cualquier otro país y una de las mayores densidades de empresas tecnológicas del mundo.
Corea del Sur, tras una guerra devastadora, apostó por la educación como política de Estado. Hoy es una potencia tecnológica, con uno de los sistemas educativos más exigentes del planeta. En China, el saber ha sido históricamente la vía de ascenso social. En India, las élites culturales y tecnológicas nutren universidades globales y empresas líderes. Japón reconstruyó su país desde la disciplina y la formación técnica tras la Segunda Guerra Mundial. Los países nórdicos, sin presión ni espectáculo, han hecho del conocimiento una herramienta de equidad social y cohesión nacional.
Incluso —y salvando las distancias—, mi propia barriada del Príncipe Alfonso, en Ceuta, hubiera tenido un futuro prometedor si se le hubiera dado una oportunidad, porque allí existió un material humano muy destacado.
Todos estos casos son distintos, pero tienen un eje común: el saber como base, no como adorno. No fue primero la riqueza y luego la cultura; fue al revés.
¿Y nosotros?
Les aseguro que no escribo esto desde la distancia ni con afán de herir. Al contrario: es una reflexión personal, honesta, desde dentro. Sé que hay experiencias positivas y casos de buena gestión. Pero debemos preguntarnos: ¿Dónde estamos nosotros? ¿Qué lugar ocupa la cultura del conocimiento en nuestras decisiones municipales, familiares, educativas? ¿Qué se premia aquí: la constancia intelectual o la visibilidad instantánea? ¿La excelencia o la obediencia? ¿La iniciativa cultural o la burocracia subvencionada?
Hay que decirlo con claridad: a menudo confundimos cultura con espectáculo, educación con trámite, talento con oportunismo. Se organizan semanas culturales sin contenido, se celebran congresos vacíos, se financian actividades sin objetivos claros, se aplaude la ocurrencia antes que el rigor. Mientras tanto, las bibliotecas están sin vida, los docentes desmotivados, y los jóvenes que quieren formarse de verdad sienten que están solos.
No es una cuestión ideológica, es estructural. Sin una política cultural seria desde el municipio y sin un compromiso real desde la familia, no hay futuro sostenible. Y tampoco hay autoestima social. Porque una comunidad que desprecia el saber termina por despreciarse a sí misma, y cae en el victimismo y la complacencia.
Lo que sí se puede hacer
Este no es un texto pesimista. Al contrario, es una invitación al despertar, desde lo local. No necesitamos grandes presupuestos ni promesas estatales para empezar. Basta con asumir, con humildad y firmeza, que la cultura comienza en casa, en la escuela del barrio, en la biblioteca municipal, en el pequeño centro cívico, incluso solo participando, escuchando a alguien que sepa explicar con claridad y respeto.
Toda institución que se diga comprometida con el bien común debe demostrarlo invirtiendo —con planificación y sin propaganda— en educación, pensamiento crítico, lectura, investigación, arte con sentido. Y, sobre todo, disponer de un órgano exclusivo de Cultura, que sea generador e integrador, con auténtico amor de servicio a la comunidad.
Hace falta una estrategia cultural realista y profunda. Una que no dependa del “evento del mes”, sino de procesos continuos, serios, evaluables. Que piense a cinco, diez, veinte años. Que entienda que educar y cultivar no es gastar: es sembrar. Y que el retorno no se mide en “impacto mediático”, sino en formación, criterio y cohesión.
La familia también tiene una responsabilidad. No se trata solo de exigirle al sistema. Se trata de que en casa haya libros, conversaciones, respeto por el saber. Que los niños vean estudiar a los adultos. Que no se ridiculice al que piensa, ni se celebre al que presume de ignorancia. Basta ya de dar cobertura al poco documentado y de “reír las gracias”.
Sueño con un órgano que preste atención real a toda iniciativa artística: pintura, escultura, poesía, escritura... Especialmente enfocado en los más jóvenes: asesorarles, acompañarles, mostrarles qué hacer con sus textos, sus obras, sus proyectos. Qué ayudas existen, qué pasos seguir, en qué aspectos pueden crecer. Una sección que aglutine y favorezca el florecimiento de quienes, con inteligencia, quizá aún no tienen tierra bajo los pies.
Elegir el rumbo
Cuando uno solo se educa, puede transformar su familia. Cuando unos pocos se educan, pueden transformar un barrio. Y cuando muchos se educan, se transforma una ciudad entera. El conocimiento tiene un efecto multiplicador que ningún otro recurso puede igualar.
El momento de decidir está siempre aquí. En cada curso que se abre, en cada biblioteca que se renueva, en cada familia que apuesta por el esfuerzo. Podemos seguir fingiendo que hacemos cultura, o podemos empezar a construirla de verdad.
Y lo más importante: no hay que esperar permiso. Solo voluntad.
“El
que ha aprendido, puede enseñarnos”, decía Goethe.
Pero aún
persiste una actitud dañina: cuando algo merece la pena, como
polillas destructoras, surgen quienes buscan agujerearlo. Siempre
escudriñando lo ajeno. En ese caso, conviene recordar a
Shakespeare:
“¡Insensatos! Un cielo tan cargado no se
despeja sin tormenta.”
Tal vez, todo lo escrito no sea más que un sueño, pero en estos últimos meses he conocido a muchos jóvenes con tanta ilusión, que merecía la pena contarlo.
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| Regalo que me entregaron un grupo de amigos y amigas, con motivo de un homenaje que organizaron. Siempre agradecido. | 


Comparto plenamente tu visión. Otros callan y posan. Enhorabuena.
ResponderEliminarquien seba la ola con la embarcación que el pueblo le ha dado no sabe que detrás vendrá un tsunami que arrasará con las ilusiones de aquéllos que confiamos , como tu , en el aprendizaje ofrecido como un don . Intercambiando esperanzas y solidaridad junto a conocimientos , los pueblos amplían su horizonte intelectual y evitan los malos entendidos . Si quienes nos guían , abusando de fama o cargo , nos llevan por el caminito que les conviene , ese que no es otro sino el que nos conduce al aburrimiento en mitad de su fiesta permanente . Esos que pretenden no nos queden tiempos para pensar con nuestras propias mentes , esas que con tan alevoso desparpajo ignoran o subestiman . Hora va siendo de ponernos al mando de nuestra propia nave y elegir , como muy bien sugieres , nuestro mejor rumbo . Sabremos llegar a buen puerto sin su ayuda .
ResponderEliminarPues creo que es muy claro tu comentario, lo mismo que mi reflexión y la de otros.
ResponderEliminarUn manifiesto que debería estar presente en la entrada de todos los colegios e instituciones. Pilar fundamental: la familia.
ResponderEliminarGracias Santi.