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Raíces en la Sierra: Los ojos que siempre miraron el istmo

 

Raíces en la Sierra: Los ojos que siempre miraron el istmo


Caminaba por la Sierra Carbonera sin prisas, dejando que el paisaje me envolviera. Observaba cada detalle: las flores silvestres, los tonos variados de las rocas y las cavidades que, como pequeñas puertas al pasado, capturaban mi atención. Me detuve un momento, separando algunas flores para ver qué escondían, cuando, sin previo aviso, el suelo cedió bajo mis pies. Resbalé y caí por una pendiente, aterrizando entre matorrales.

Aún aturdido, lo primero que hice fue comprobar mi cámara de fotos. Estaba intacta. Al intentar levantarme, apoyé la mano sobre una gran piedra que, para mi sorpresa, se movió. Intrigado, la empujé con más fuerza y descubrí una pequeña cavidad oculta bajo ella. Dentro, algo parecido a una jarra se encontraba medio enterrada. Dudé un instante, pero finalmente la saqué con la ayuda de un palo. Estaba tapada con un trozo de piel, gastada por el tiempo. Sentí un cosquilleo de emoción mientras retiraba la tapa. Mi corazón comenzó a latir con fuerza, y una familiar arritmia me recordó que debía calmarme.

Dentro, encontré varios trozos de papel antiguo, con una tinta desvanecida que apenas podía leerse. Mi curiosidad fue más fuerte que cualquier precaución, y comencé a leer, reconociendo con asombro cada palabra:

—Me llamo Teresa y esta es mi historia, la historia de mi familia, y de la casa donde siempre quise estar.—

Mi abuelo Rafael López, un hombre fuerte y respetado, había sido conocido por los oficiales que llegaron en 1705 con la intención de retomar Gibraltar. Vivía junto a otras familias en una cala frente a lo que más tarde sería la batería de San Felipe. Aquel lugar, conocido como "Las Gracias", era un paraíso para ellos. Viñas, un huerto de limones y naranjos, dos pozos de agua, y un molino cercano componían el paisaje de su vida diaria. Era un lugar de paso hacia Gibraltar, donde el saludo entre vecinos y viajeros era una constante, y donde las risas y los juegos de los niños llenaban el aire.

Pero en la década de 1720, la vida de mi abuelo cambió para siempre. Le informaron que debía abandonar su hogar, ya que la guerra se avecinaba y pronto el lugar sería peligroso. La tristeza que embargó a mi abuelo fue indescriptible. Aquella tierra no solo era su hogar, sino el legado de sus antepasados, un espacio donde cada rincón tenía un significado especial. El oficial que le dio la noticia, el coronel Quiroga, al ver su dolor, intentó aliviar la situación.

—¿Señor, qué haremos ahora? - Preguntó mi abuelo con voz temblorosa.

—Rafael, te repondrás, y te ayudaremos. — Respondió el coronel, tratando de infundirle algo de esperanza.

—¿Cómo, mi coronel? Voy a perder todo. — Insistió mi abuelo.

—Pídeme lo que consideres.

—Al menos, concédame ver todos los días este sitio.

El coronel Quiroga, comprendiendo el deseo de Rafael, accedió a su petición. Le permitió establecerse con su familia en un trozo de tierra en la ladera de la Sierra, frente al Sabá, lo suficientemente lejos para estar a salvo, pero lo bastante cerca para no perder de vista el lugar que tanto amaba. Antes de que partieran, el coronel le entregó a Rafael una carta firmada de su puño y letra, para que pudiera usarla en cualquier momento que la necesitara, incluso si él ya se había ausentado. Con la ayuda de sus dos hijos y unas mulas prestadas, Rafael comenzó la ardua tarea de trasladar lo necesario a su nuevo hogar.

El primero de junio, a las seis de la mañana, emprendieron el traslado. Tres mulas, una carretilla, algunas cestas de enea, unos líos de tela con las vestimentas, herramientas, maderas y semillas componían su equipaje. Mi abuela Engracia, siempre optimista a pesar de sus achaques, lideraba la marcha con el espíritu fuerte que la caracterizaba. Le seguían mi abuelo y Andrés, mi padre, encendiendo un cigarrillo. Cerraba la expedición mi tío Antonio y su perro, el más joven de los hombres. Tras varias horas de duro trabajo, llegaron al lugar que mi abuelo conocía bien. Descargaron todo y, sin perder tiempo, comenzaron a preparar el terreno. Mientras los hombres levantaban un habitáculo entre choza y barraca, mi abuela y yo organizábamos los pocos utensilios de cocina para preparar algo de comer.

Con el paso de los días, la familia se asentó en su nuevo hogar, y poco a poco, la vida comenzó a tomar forma en aquel terreno. De vez en cuando, recibíamos la visita de algún militar, y las conversaciones giraban inevitablemente en torno a la guerra y sus horrores. Me entristecían profundamente las historias sobre los heridos y muertos, especialmente cuando hablaban de los combates en las trincheras, los incendios en las baterías o las incursiones desde Gibraltar. Se discutían los uniformes que vestían los distintos regimientos, y recuerdo con claridad los nombres: el Regimiento de Guardia Española, la Guardia Walona, Granada, Saboya, Victoria, Badajoz, Valladolid, Sicilia, Nápoles, entre otros.

Lo que más me fascinaba era aprender los nombres de las baterías. Entre ellas estaban La del Molino, La de Las Horcas, La del Comandante Tortosa, La de Agustín Braus, La del Conde Mariani, o La de Juan Mayora. Con el tiempo, incluso llegué a distinguir el sonido de sus cañones y morteros. A veces, los nombres de las baterías cambiaban, hasta que finalmente, se decidieron por nombres definitivos: Santa Bárbara, San Felipe, San José, San Carlos y algunas más.

Los años pasaron, y cada amanecer se convertía en un ritual de admiración por la belleza de aquel lugar. Mi abuelo, con su conocimiento del campo, transformó el terreno en un pequeño huerto, donde las verduras crecían en armonía con la naturaleza. Construyó muros de piedra, canales para recoger el agua de lluvia, y mejoró la choza hasta convertirla en una casa de verdad. No nos faltaba agua porque cerca se encontraba la llamada “Fuente de los Tajos”.

Pero el destino siempre tiene sus propios planes. Un invierno, las lluvias torrenciales arrasaron con todo: la huerta, el corral de nuestras gallinas y conejos, el esfuerzo de años. Mi abuela, lejos de rendirse, gritó con determinación:

—¡Se acabaron las quejas! Vamos a levantar todo y lo haremos mejor.

Rafael, con el espíritu renovado, decidió acudir nuevamente al coronel Quiroga. A pesar de las dificultades, logró llegar hasta el campamento, donde el sargento le informó que el coronel ya no estaba, pero que su hijo, el teniente Celestino Quiroga, podría ayudarle. El joven teniente, al reconocer la firma de su padre en una vieja carta que mi abuelo le mostró, y contarle lo sucedido, decidió tenderles una mano.

—¿Cuántas mujeres hay en casa? — Preguntó el teniente.

—Tres, señor." - Respondió Rafael.

—Todas las mujeres saben coser, ¿verdad? Me encargaré de que reciban uniformes para reparar.

Así comenzó una nueva etapa para la familia. Los uniformes llegaron, junto con botones, hilos y agujas finas, y las mujeres se pusieron manos a la obra. Cada prenda era lavada y reparada con esmero, y el teniente, satisfecho con el trabajo, empezó a enviar más encargos. Al mismo tiempo, gestionó el contacto con un asentista que también les proporcionaba prendas del hospital. La vida, aunque dura, empezó a mejorar. Los hombres también encontraron empleo en la construcción de un muro que se erigía desde levante a poniente, y así, poco a poco, la familia fue saliendo adelante.

Un día, el teniente Celestino decidió visitar a la familia. Teresa, que había crecido y se había convertido en una bella joven, sintió algo nuevo al cruzar su mirada con la del teniente. Sus piernas temblaron, y un escalofrío recorrió su cuerpo. En ese instante, comprendió que, en medio de tanta adversidad, había encontrado una nueva razón para seguir adelante.

Las visitas del teniente Celestino Quiroga a la casa de Teresa se hicieron más frecuentes con el paso de los meses. Al principio, él acudía bajo el pretexto de supervisar los trabajos y asegurar que todo iba bien con la familia. Sin embargo, pronto quedó claro que había algo más en juego. Cada encuentro entre ambos estaba lleno de miradas furtivas, palabras cuidadosamente medidas, y una tensión palpable que ninguno de los dos podía negar. A pesar de las barreras sociales y el peligro que representaba un romance entre un oficial y una joven campesina, la atracción fue demasiado fuerte para resistir.

Finalmente, en una tarde de verano, cedieron a sus sentimientos y comenzaron un romance secreto. Se encontraban en el refugio de la sierra, lejos de las miradas indiscretas, viviendo una aventura que, para Teresa, se convirtió en un oasis en medio de las dificultades cotidianas.

Sin embargo, el destino pronto los separaría. Celestino fue destinado a otra región, y antes de partir, le prometió a Teresa que regresaría. Pero las promesas a menudo se desvanecen con el tiempo. Pocos meses después de su partida, Teresa descubrió que estaba embarazada. Se lo contó a su abuela, quien fue su defensora ante la familia. Rafael, a regañadientes, lo aceptó diciendo: Las paradojas de la vida —dijo Rafael a regañadientes—, ahora estamos emparentados con mi benefactor el coronel Quiroga.

Teresa dio a luz a un niño al que llamó Rafael, en honor a su abuelo. Mientras tanto, Celestino, sin saber de la existencia de su hijo, había formado una familia en otro lugar. Sin embargo, con el tiempo, su matrimonio se había deteriorado, en parte porque sus pensamientos siempre parecían estar en otro lugar. Tras la separación, Celestino siguió con su vida, pero un vacío persistía en su interior.

A medida que Rafael creció, Teresa decidió que era hora de contarle la verdad sobre su padre. El joven, decidido a conocer sus orígenes, se alistó en el ejército y compartió la historia con algunos compañeros. La noticia se difundió y finalmente llegó a oídos de Celestino. Al enterarse de que tenía un hijo del que nunca había sabido, quedó conmocionado y profundamente afectado.

Con la realidad frente a él, Celestino solicitó un traslado de vuelta al Campo de San Roque, donde se reencontró con Teresa y conoció a su hijo. Aunque el reencuentro estuvo cargado de emociones y tensiones, fue también un momento de esperanza para un nuevo comienzo. Con el tiempo, y tras superar las heridas del pasado, Celestino y Teresa decidieron darse una segunda oportunidad, trabajando juntos para construir una nueva vida, ahora como una familia completa.

Rafael, aunque inicialmente reacio, empezó a conocer a su padre y, junto con Teresa y Celestino, formaron una familia unida. La llegada del hermano menor, Lutgardo, a quien Celestino había criado con su otra familia, también trajo un sentido de continuidad y conexión entre los Quiroga y los López. Lutgardo, al igual que su padre y abuelo, se alistó en el ejército y participó en el Gran Asedio de 1779, convirtiéndose en un comandante respetado.

El tiempo sanó las heridas, y la familia Quiroga-López se convirtió en una de las primeras familias nativas de la región, dejando una huella perdurable en la historia local. De esta unión, se crearon lazos sólidos, y sus descendientes participaron en los grandes eventos de la región, desde los asedios hasta la consolidación de la comunidad.

En la Sierra Carbonera, donde todo comenzó, el legado de estas dos familias sigue vivo, enraizado en la tierra que cultivaron y en la historia que construyeron juntos. Y así, tres generaciones de Quiroga y López vivieron, lucharon y amaron en esa tierra, convirtiéndose en pilares de la comunidad y guardianes de una historia que se transmitiría por generaciones.




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